Se ha dicho que en las elecciones a la presidencia de los EEUU deberían participar los ciudadanos del mundo entero, porque las decisiones del presidente de ese país repercuten en la vida del último habitante del planeta. Como votar no es posible, al menos nos queda la posibilidad de opinar, de pronunciarnos sobre nuestra preferencia y de examinar las preferencias de los demás, que también es una forma de participar.

Donald Trump, errático y desequilibrado según numerosos testimonios y analistas, ha llevado el  desorden a EEUU y ha hundido el país en el caos, la división, la ruina y el aislamiento. Su presidencia habrá sido, por sus consecuencias sociales, la peor desde la guerra civil de 1861-1865, y, en cierto, modo la ha reactivado con su racismo. El daño no ha sido más grave gracias a la estructura federal de EEUU y al (relativo) equilibrio interno de poderes. Su única estrategia identificable ha consistido en hacer lo contrario que Barack Obama, por el que siente una  aversión enfermiza.

Trump no estaba preparado --y sigue sin estarlo-- para un puesto tan exigente y de tanta responsabilidad como el que ocupa. No tiene ninguna formación de calidad ni tenía ninguna experiencia en el terreno político doméstico y menos en el internacional. Cree que EEUU y su papel en el mundo se pueden dirigir igual como sus empresas inmobiliarias, sus casinos y sus chanchullos, algunos de los cuales acabaron en bancarrota.  

El resultado de su nefasta presidencia en lo social (lo sanitario incluido) y lo económico no sólo importa y afecta a los norteamericanos. En el mundo globalizado de hoy todo se transmite y se contagia con gran rapidez, principalmente lo que procede de un país de referencia como EEUU.

En la esfera internacional Trump ha introducido el mayor desorden en el más corto espacio de tiempo. Con la justificación del lema agresivo América primero, ha provocado una guerra comercial en todas direcciones; ha retirado el país, entre otros, del Acuerdo de París sobre el cambio climático, del Acuerdo sobre el programa nuclear de Irán y del Tratado sobre fuerzas nucleares de rango intermedio; ha abandonado la UNESCO, el Consejo de Derechos Humanos de la ONU y la Organización Mundial de la Salud --en el momento que más se necesita su solvencia y su prestigio--; se ha distanciado del G-7 y ha amenazado o insinuado que podría dejar la Organización Mundial del Comercio, la OTAN e incluso la ONU.

Trump quiere un mundo desregularizado. Un mundo así sería mucho más peligroso.

Cuando en lo internacional ha querido “estar” en lugar de “salir” ha creado un conflicto, por ejemplo con el reconocimiento de Jerusalén como capital (única) del Estado de Israel.

De Trump se puede esperar cualquier dislate sobre cualquier cuestión, como que un día se descuelgue con que le parecería (en su vocabulario simplón) “magnífico” que los catalanes fueran independientes, aunque no sepa dónde cae Cataluña. Desprecia a Europa y, especialmente, a Alemania de donde proceden sus antepasados recientes, y no ha perdido ocasión de desestabilizar a la UE, por lo que la “desintegración” de uno de sus Estados por la “independencia” de uno de sus territorios cabría perfectamente en sus erráticas intenciones.

Trump es el candidato que conviene a Puigdemont, Junqueras y los otros, cuyo aventurismo intencionalmente desestabilizador de España y, en consecuencia, de la UE puede encontrar aliento en un Trump turbulento, caótico  e igualmente desestabilizador.

Salvando la diferencia que existe entre el cargo de Trump y el de los dirigentes institucionales del secesionismo --algo así como la diferencia entre  el continente y la aldea-- se dan, no obstante, otras similitudes entre ellos: deslealtad y mentira como armas políticas, división y desgobierno como único logro.  

Joe Biden y Kamala Harris, los candidatos del Partido Demócrata de EEUU y por extensión de los demócratas del resto del mundo, tal vez no puedan revertir enteramente la peligrosa deriva  internacional de Trump, que ha provocado réplicas de otros insensatos, pero al menos la contendrán.

Ambos son juristas y conocen el valor estabilizador de las regulaciones. Biden posee una experiencia probada tanto en la política interior como en las relaciones internacionales y goza de prestigio como negociador ponderado. Harris, que ha sido Fiscal General de California, tiene la convicción profunda del respeto y la defensa de la legalidad.

En su campaña electoral ambos denuncian no solamente el desastre de la gestión presidencial de Trump, sino también su inmoralidad por faltar a los deberes que impone su cargo. Que la moralidad sea tema central en las elecciones más importantes de nuestro tiempo constituye una esperanza para la regeneración  de la política.

Es evidente que el tíquet demócrata no puede gustar ni convenir a los dirigentes secesionistas. Prefieren a Trump.