Los países europeos están afrontando un reto inmenso y desconocido en forma de gran epidemia sanitaria mientras la máxima institución europea mantiene el perfil más bajo posible. Primero Italia, después España, Francia o Alemania tienen que hacer frente a una problemática ingente para la que no están individualmente suficientemente dotados ni preparados, pero la máxima institución continental deja que cada país se arregle con sus propias capacidades y posibilidades. No ha habido ningún tipo de estrategia colaborativa, como no se han distribuido conocimientos, tecnología, políticas ni medios. Ni siquiera la Unión Europea ha lanzado un mensaje común, un planteamiento global destinado a mantener la unidad, un relato encaminado a reforzar la noción de comunidad, de proyecto compartido.

Habría sido un magnífico momento para dar sentido y prestigio a esta institución, para reforzar una europeidad discutida en esta última década abonada a postulados euroescépticos y de fuga británica con el Brexit. Tiempo, también, en los que la renuncia al liderazgo por parte de los Estados Unidos de Trump, hace más necesaria que nunca una institución internacional fuerte y de referencia. No se ha puesto en común ni mutualizado el conocimiento, ni el esfuerzo económico; como tampoco el duelo ni el sufrimiento. Que cada cuál entierre a sus muertos. Los dirigentes de la Unión Europea, ya hace años que observan una extraña capacidad para hacerse escurridizos cuando los países y la sociedad los requiere y, si acaso, sólo se pronuncian en forma de reproche o amenaza de castigo.

Las instituciones, especialmente cuando son históricamente nuevas, no se legitiman desde la frialdad burocrática y el desdén hacia las legítimas preocupaciones, sino por su capacidad de ser útiles y de apoyar a aquellos que, en definitiva, las han hecho posibles. Las instituciones europeas siempre han sufrido por su escasa legitimación desde el punto de vista democrático, pero sobre todo han exhibido un exceso de arrogancia y una enorme falta de empatía.

Y es que como se va viendo, uno de los aspectos más duros y dramáticos de la epidemia pueden ser los efectos económicos, muchos de los cuales ya se dejan sentir en forma de caída de la actividad, despidos, pérdida de ingresos, quiebras de las pequeñas empresas y autónomos, contracción de la demanda, falta de confianza... Es obvio que las recetas que nunca tuvieron sentido, de estrangular las economías con la primacía del déficit y la deuda imponiendo una austeridad empobrecedora, menos lógica tienen todavía en este momento ni la van a tener en el futuro próximo.

No es sólo que habría que relajar los controles económicos de la Unión hacia los estados enfriando su ortodoxia, sino que sería necesario un nuevo enfoque económico. El mainstream dominante en la economía europea es víctima del doctrinarismo ultraliberal. Hacer políticas económicas debería significar aplicar políticas específicas a problemas concretos, no presumir de principios errados. Apelar ahora, justamente, el predominio de las reglas del Mercado en el sentido menos intervencionista, además de ser un error puede resultar un crimen. El Banco Central Europeo, tarde y mal, hizo hace un par de semanas una inyección comprando activos en los mercados financieros por valor de 750.000 euros. Cifra claramente insuficiente y blandida por su presidenta --Christine Lagarde-- como una concesión generosa expresada con actitud displicente. Hace días que reputados economistas piden la emisión de eurobonos como medida para mutualizar la deuda que se requiere para financiar los costes que está generando una situación tan excepcional. Pero Alemania, fiel al carácter antisolidario que expresó a partir de la crisis de 2008, no quiere ni oír hablar de ello. Aún menos Holanda, un refugio fiscal en pleno corazón de Europa y que gusta de hacer alardes de insolidaridad y de desdén hacia los países del Sur. Habría que recordar que, justamente, con la integración europea los estados europeos transfirieron instrumentos claves de política económica que ahora sólo pueden ser activados desde Europa: las políticas monetarias o el control financiero.

A pesar de sus limitaciones y el empequeñecimiento de funciones y atribuciones sufridas los últimos cuarenta años en nombre del globalismo y la desregulación, en el momento de la verdad los estados han terminado por ser la referencia, la única referencia, de unos ciudadanos perplejos y asustados. Cuando todo esto termine, el populismo derechista desacomplejado y euroescéptico recuperará su apuesta para volver a las trincheras identitarias de antaño. Tendrán entonces un argumento más: la incapacidad e inacción de las instituciones internacionales en el momento dramático en que se las requería. La Unión Europea habrá desaprovechado una gran oportunidad. Otra más.