Mucho se ha hablado y escrito sobre el PERTE del desarrollo del vehículo eléctrico. Fue el primero en ser aprobado en Bruselas, las bases también están claras y ahora solo falta lanzar la convocatoria cuyo articulado se está realizando escuchando a todas las partes implicadas. En definitiva, cerca de 4.000 millones de dinero público van a regar el sector del automóvil del que se espera invierta entre 4 y 5 veces la cantidad aportada por el Estado. ¿Tiene sentido esta millonada?

No solo tiene sentido, es imprescindible porque el sector del automóvil se encuentra frente a la transformación más importante de sus casi 140 años de historia y sin él hablaríamos de una reestructuración de caballo (y aún con todo ya veremos lo que se salva).

Muchos pensamos que considerar el coche eléctrico enchufable como el único tipo de automóviles del futuro es un error, pero de momento es evidente que esta tecnología, hoy algo inmadura, se va a convertir en la tecnología central de, al menos, los modelos lanzados en los próximos diez años. Más allá, puede que el hidrógeno, sea de manera directa, sea mediante conversión a electricidad en pilas de combustible, se convierta en la solución. Las prisas son malas consejeras, pero la realidad es la que es y de nada sirve llorar por la leche derramada.

El coche eléctrico tiene un tren motor infinitamente más simple que un coche de combustión interna. No hay una gran diferencia conceptual entre un coche de Scalextric y un coche eléctrico enchufable, un motor eléctrico y circuitos de potencia para regular la velocidad. El coche de juguete se alimenta por las vías, de manera similar a como lo hacen tranvías, metro o trenes, el de verdad de unas baterías, que pesan y tardan en cargarse. El coche de combustión interna es infinitamente más complejo y difícil de regular, por eso el grupo motor es una auténtica catedral de ingeniería mecánica.

Esta simplificación implica menos piezas, menos necesidad de mano de obra y eliminación de la principal barrera de entrada al sector. Hasta ahora los fabricantes de coches en realidad son fabricantes de motores que además ensamblan coches. Si cualquiera puede comprar un motor eléctrico, cualquiera podrá hacer un coche. Apple, Amazon, Facebook... bienvenidos al sector del automóvil, si es que os interesa.

No es un secreto que el sector necesitará entre un 30% y un 40% menos de mano de obra para fabricar estos coches más simples. Esto ya sería un problema para el segundo país europeo productor de vehículos y el octavo del mundo. Pero el impacto es muy probable que sea mayor pues nuestras fábricas lo son de empresas con centros decisionales fuera de España, algunas (Volkswagen o Renault) semipúblicas y el resto ha recibido fuertes inyecciones de dinero en el inicio de la crisis Covid. Lo normal es que quienes decidan intenten minimizar el impacto del empleo en sus países de origen y eso haga que la caída de empleo en España sea mayor a la media.

Puede que cierre alguna planta en el medio plazo, pero lo que sí es seguro es que se perderá mucho empleo de calidad. Y para suavizar este futuro tan negro hace falta dinero, el PERTE. Hay que transformar las plantas y hay que intentar atraer alguna nueva inversión, como las famosas plantas de baterías. Tener una o dos plantas de baterías en España sería una excelente señal para la sostenibilidad del tejido industrial español en el medio plazo pues las baterías “viajan mal” al ser muy pesadas y, por tanto, se supone que sus clientes estarían razonablemente cerca.

Como esta transición tecnológica viene forzada, quién sabe si en el largo plazo, es decir dentro de más de diez años, hay un giro hacia los vehículos que se muevan con hidrógeno y parte de este apocalipsis industrial se puede minimizar. Pero como el horizonte a tan largo plazo es imposible de predecir lo que necesita el sector es dinero, planificación y, sobre todo, tiempo. Sería absolutamente irresponsable con lo que se juega nuestra economía forzar un cambio tan importante acortando los tiempos que marque la Unión Europea.

Podemos hacer experimentos con gaseosa (por ejemplo en alguna isla pequeña), pero no en las grandes ciudades. Nos jugamos el 10% del PIB, el 10% del empleo y el 18% de las exportaciones, además del bienestar de nuestros ciudadanos.