En la última década, China ha procedido a realizar una gran transformación económica, al pasar progresivamente de un modelo de crecimiento basado en la demanda externa a otro sustentado en la interna. Un cambio que poco a poco persigue convertir a la antaño fábrica del mundo en su principal consumidor.

El primer modelo tenía como principal base el aumento de las exportaciones, pero también la pujanza de la industria pesada y la inversión pública. En cambio, el segundo se sustenta en el incremento del gasto de las familias, el impulso del sector servicios y el desarrollo de la industria privada.

En gran medida, la transformación es consecuencia de la reducción de la competitividad internacional de sus productos. Una circunstancia que ha provocado una elevada caída de la participación de las exportaciones en el PIB. En el período 2006-2016, éstas pasaron de representar el 35,2% a solo el 18,7%.

La disminución de su competitividad viene explicada principalmente por tres factores: la elevada subida de los costes laborales durante la última década (superior al 100% en moneda local), la caída de los salarios observada en múltiples países desarrollados en los años posteriores a la crisis financiera de 2008 y la conversión del yuan en una moneda fuerte.

En la última década, China ha procedido a realizar una gran transformación económica, al pasar progresivamente de un modelo de crecimiento basado en la demanda externa a otro sustentado en la interna

El elevado y continuado crecimiento anual de los salarios y el avance de los derechos sociales de los trabajadores han reducido notoriamente el atractivo del país asiático como productor de manufacturas. El resultado principal ha sido el traslado de fábricas hacia países cercanos, en los que las empresas de diversas sectores disfrutan de una mejor combinación de productividad, salarios e impuestos a pagar que en China. Dichos traslados han beneficiado principalmente a Vietnam, Indonesia, Camboya o Laos y han afectado esencialmente a las industrias del textil, el calzado y la electrónica de consumo.

En menor medida, la deslocalización de la producción y las inversiones también han favorecido a los países desarrollados. En la última década, las reformas laborales efectuadas en algunos países del Sur de Europa, junto con la contención salarial observada en la mayoría de las naciones avanzadas, han provocado una sustancial mejora de la competitividad de las empresas ubicadas en ellas. El resultado ha sido la interrupción del proceso de deslocalización industrial hacia diversos países emergentes y la inversión en cierta medida de la tendencia advertida desde finales del pasado siglo.

En el período comprendido entre el 1 de enero de 2006 y el 6 de abril de 2018, el yuan se apreció un 21,87% y un 18,96% en relación al dólar y al euro, respectivamente. Una medida que deterioró la competitividad de sus exportaciones y que es sumamente inhabitual que realicen países que también la pierden por otras vías. Una clara muestra de que el impulso de las ventas al exterior ya no es la prioridad que era hace una década.

La elevada apreciación se debe a dos principales motivos: contentar a los países desarrollados, quienes reiteradamente habían criticado las intervenciones del Banco Popular de China en el mercado de divisas con la finalidad de infravalorar su moneda, y mejorar el nivel de vida de sus ciudadanos, al abaratar las importaciones.

El cambio de modelo económico chino no ha constituido un éxito, pues el PIB ha sufrido una notable y casi constante desaceleración

Hasta el momento, el cambio de modelo no ha constituido un éxito, pues el PIB ha sufrido una notable y casi constante desaceleración. Así, en 2006 aquél aumentó un 12,6%, un poco menos del doble de lo que lo hizo en 2017 (6,9%). Dicha desaceleración, junto con la pérdida de reservas de divisas por valor de un billón de dólares entre junio de 2014 y febrero de 2017, generó grandes dudas sobre la continuidad del nuevo modelo de crecimiento.

La incertidumbre alcanzó su cénit en agosto de 2015 y en enero de 2016 cuando las autoridades del país modificaron su posición sobre el tipo de cambio y provocaron una pequeña depreciación de su divisa (un 2,68% y un 1,3%, respectivamente). En ambas fechas, las principales bolsas mundiales sufrieron una elevada caída, pues los inversores presagiaron que eran el preludio de una devaluación similar a la realizada en enero de 1994 (30%) y del retorno de su antiguo modelo de crecimiento.

En el próximo quinquenio, dicha posibilidad, junto con la de una elevada subida de los tipos de interés a largo en EEUU, constituyen las dos grandes sombras que se ciernen sobre la economía mundial. En el corto plazo, ninguna de las dos supone una gran preocupación, pues las reservas de divisas de China han vuelto a subir desde que su Gobierno incrementó las restricciones a la inversión en el exterior y porque la reforma fiscal de Trump, generadora de una gran déficit presupuestario, acaba de ponerse en marcha.

No obstante, sí parece claro que en los próximos años China puede ser más una fuente de problemas que de alegrías para la economía mundial. Es lo que suele suceder con los países grandes que tiene un modelo de crecimiento que no funciona.