Lo siento, deberán disculparme, amigos, pero si he de ser sincero no me esperaba un final tan anodino como el que hemos visto. Que el Tribunal Supremo haya ratificado la sentencia del TSJC inhabilitando a Quim Torra i Pla en su cargo de 131 «Pichidén de la Particularitat» era de esperar, porque no cabía otra. Pero a mí su epílogo político, siendo como soy de lágrima floja, me ha partido el corazón. Permítanme argumentarlo.

Repasemos la historia, que es brevísima: el pobre hombre se saltó la ley, empecinado en colgar parafernalia nacionalista en su balcón, se puso más chulo que un ocho y admitió ante el tribunal que desobedeció a la Junta Electoral Central porque le dio la real gana. Para colmo, con mohín asqueado, les transmitió su total desprecio, dándoles a entender que si lo que pretendían era doblegarle lo llevaban claro clarete, porque se enfrentaban a un gigante, a un líder épico, a un guerrero capaz de hacer palidecer al mismísimo William Wallace enseñando el culo a Eduardo I en la batalla del Puente de Stirling.

Entenderán, por tanto, que verle con cara de berza hervida y sin sal recoger sus bártulos y abandonar taciturno su despacho de ayudante de Carles Puigdemont --aunque sin la consabida caja de cartón llena de papelotes, marco de fotos, bote de lápices y plantita de rigor de las películas-- es imagen capaz de suscitar la compasión de cualquiera.

Porque Quim Torra, lo tengo clarísimo, había soñado las noches previas a la sentencia con un final bien distinto, mucho más acorde con su talla de estadista. Permítanme la licencia de narrarles, en clave cuasi novelística, ese sueño íntimo…

Torra fantaseaba con hacerse fuerte en la Generalitat, convirtiendo los muros del milenario palacio en una fortaleza inexpugnable, reforzada con sacos terreros, fosos y empalizadas; erizada de trabucos, sables, picas, adarves, matacanes, bombardas y estandartes. Y en medio de ese ambiente de belicosa exaltación estaría él, bien fajado, tocado con su roja barretina frigia, encasquetada hasta las cejas, hoz afilada en mano, encaramado a un barril de pólvora, dispuesto a arengar a su tropa de maulets, miquelets y mossos de inquebrantable lealtad, comandados por Albert Donaire, el radical mosso tuitero independentista.

En la aciaga hora final, mientras miles de botiflers, tabarneses renegados, guardias civiles, legionarios, la Brunete al completo, malditos ciudadanos de Ciudadanos, policías y la Guardia Mora de Franco expugnaban a sangre y fuego los muros, él, Quim Torra i Pla, 131 President de la Generalitat, revestido de la dignidad de un Constantino XI Paleólogo, último emperador de la Roma de Oriente, se disponía a inflamar de valor el corazón de sus irreductibles tractorianos. Curiosamente había hallado --¡qué cosas tiene el azar!--  un fragmento del histórico discurso final de Constantino a los griegos, venecianos, genoveses, cretenses y catalanes que defendieron los 22 kilómetros de murallas de Constantinopla en la Noche Triste en que cayó La Ciudad, la reina de todas las ciudades del mundo.

El discurso le venía que ni pintado, sobre todo uno de los párrafos. Echándose un trago de ratafía al coleto, y llenando la andorga y el pecho de aire y convicción, se embarcó en una soflama destinada a ser cincelada en mármol y conservada junto a la pluma de Artur Mas en el Museo de Historia de Cataluña.

«¡En esta batalla deberéis permanecer firmes y sin miedo; evitando la tentación de retroceder, decididos a resistir con la fortaleza de los héroes del pasado. Solo los animales huyen de los animales, pero vosotros sois hombres de corazón valeroso y, aun acorralados, sabréis contener a esas sucias bestias (carroñeras, de dentadura postiza con verdín y aliento nauseabundo), ensartándolas en vuestras lanzas y espadas, de modo que sepan que no luchan contra otros de su condición sino contra los señores de las bestias!»

Así oyeron eso, un centenar de CDR de Berga y Vic que habían logrado romper el cerco y unirse a la defensa, enarbolaron, en estado próximo al paroxismo, otras tantas cabezas de cerdo que corrieron a arrojar a los asediadores desde la azotea de la Generalitat. La guerra sería a muerte, sin cuartel. Todos acudieron a sus puestos y aprestaron pistolones, culebrinas, plomo y pólvora. Lo del Alamo iba a ser un chiste comparado con esa escabechina que mantenía en vilo a una Europa, que por fin --¡ya era hora, coño!-- les miraba de hito en hito.

Quim Torra caminó por última vez hasta su despacho, dispuesto a firmar su testamento y varias cartas de despedida y documentos personales. Se cruzó con Pere Aragonès y varios cargos de ERC que se disponían a marcharse a toda prisa del lugar por orden de Oriol Junqueras.

—Dime Pere... ¿has llamado a Madrid? –inquirió Quim.

—Sí, infinidad de veces; no contestan, no hay manera –repuso el vicepresidente.

Quins collons, quins collons! ¿Así que no aceptan rendirse o, como mínimo, ponérmelo fácil?

—Parece que no. No moverán un dedo. Ya sabemos cómo se las gastan. Cuando les conviene tiran de los hilos judiciales; pero no esta vez, la sentencia es firme, President.

—Estos muros serán mi tumba –musitó con mirada perdida Torra–, ¡Que nadie ose jamás reconstruir la Generalitat, sus ruinas deben alimentar nuestro anhelo de libertad eternamente! Por cierto: ¿hay muchas televisiones y prensa internacional retransmitiendo mi martirio?

¡Ay, ay, diría que no ha venido ni Dios! ¡Seguro que los esbirros de Sánchez los han retenido en el aeropuerto o en la Junquera! ¡Pero Rahola está haciendo un magnífico programa especial en TVen3 que arrasa en share ahora mismo!

—¡Qué destino tan cruel el mío!

—Bueno, no se ponga trágico, President, también tiene otras opciones…

—¿Cuáles?

—Designarme a mí Presidente en funciones y aceptar las condiciones de los ñordos.

—Ya no las recuerdo… ¿cuáles eran esas condiciones?

120.000 lereles durante cuatro años y pensión vitalicia de 92.000 euracos al jubilarse.

—Sí, sí, lo admito, es tentador…

—¡Además, piénselo, con oficina de expresidente en el Paseo de Gracia, coches, chófer, secretaria, gabinete de prensa, mueble bar!

—¿Y todo por no hacer nada?

—¡Nada!

—¿Seguro, eh? Es que si hay que hacer algo prefiero morir, ¿tú me entiendes, no?

—Tranquilo, aún hará menos de lo que hacía; es decir, nada de nada.

—Pues así sea. Telefonea a Carles a Waterloo y a Roger al Parlament y diles que voy a rendir la plaza. 

De este modo, Quim Torra i Pla, 131 Presidente de la Generalitat, gobernante tan mediocre e inútil como el 130 y el 129 que le precedieron, o incluso mucho más, abandonó el Palacio de la Plaza de Sant Jaume, aclamado por varios centenares de laziplanistas que lejos de ver en su salida del poder una claudicación, interpretaban su retirada como el taimado movimiento estratégico de un magistral y endiablado plan que les conduciría a la independencia.

Y a unos y a otros, así se los cruzaba, el ya expresidente les murmuraba en cercanía: «¡Apreteu, apreteu, que lo de apretar funciona de maravilla!».