Ahora ya sabemos por qué el Govern de Quim Torra no gobierna: se dedica a fabricar pancartas. Y en tiempo récord. Hasta tres pancartas colgaron en solo tres días del balcón del Palau de la Generalitat para desafiar la orden de la Junta Electoral Central (JEC) de no interferir con propaganda partidista en la campaña de las elecciones del 28A y respetar la obligada neutralidad de las instituciones.

Ante el primer requerimiento, Torra mantuvo la pancarta pidiendo la libertad de los “presos políticos y exiliados” con el lazo amarillo. Ante el segundo requerimiento, la tapó con otra con el mismo lema y un lazo blanco atravesado por una banda roja (símbolo de la libertad de expresión). Para el cambio, recurrió a un dictamen de Rafael Ribó, que la Generalitat conocía desde cinco días antes y lo ocultó, en un intento de simular que obedecía a una autoridad catalana y no a la JEC española, cuando, además, el Síndic de Greuges no tiene competencia alguna sobre el asunto.

Y cuando parecía que el sainete había terminado ante la amenaza de que tuvieran que ser los Mossos quienes descolgaran la nueva pancarta, los empleados del Palau quitaron las dos anteriores, pero colgaron otra pidiendo libertad de opinión y de expresión y con una referencia al artículo 19 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos.

Si no fuera patético, causaría risa. Es una muestra más --y van muchas-- del infantilismo político en que se ha convertido la actuación de un Govern desorientado, desprestigiado, sin la menor estrategia digna de tal nombre, sometido a las desconfianzas y a la lucha por la hegemonía dentro del independentismo, y del que huyen consellers y conselleres. Ha llegado a tal deterioro el Ejecutivo de Torra que la consellera de Presidencia, Elsa Artadi, y la de Cultura, Laura Borràs, prefieren ir en la lista al Ayuntamiento de Barcelona y al Congreso, respectivamente, que permanecer como miembros del Govern, en teoría el cargo más importante de Cataluña.

La elaboración de las listas se ha convertido también en otro episodio que produce vergüenza ajena. Desde Waterloo, Carles Puigdemont, sin cargo alguno en el PDeCAT, hace y deshace, amenaza al partido si no le hacen caso, releva a los diputados veteranos que hasta ahora llevaban el grupo parlamentario en Madrid y nombra a su abogado, Jaume Alonso-Cuevillas, número uno de la lista al Congreso por Girona y a su amigo y financiero Josep Maria Matamala cabeza de lista al Senado por la misma circunscripción. Él, que dijo que no se presentaría si no era de número dos de la lista encabezada por Oriol Junqueras, se ha designado a sí mismo número uno del PDeCAT (o de Junts per Cataluña, ya ni se sabe) a las elecciones europeas. Cosas veredes…

La deriva del independentismo que procede de Convergència es inenarrable. En la manifestación contra el juicio al procés que se celebró en Madrid han pasado prácticamente inadvertidos los compañeros de viaje que arropaban al hasta no hace tanto nacionalismo catalán que pactaba con el PP. Si el discurso del vicepresidente de Òmnium Cultural, Marcel Mauri, ya fue incendiario, le superaron quienes intervinieron a continuación, desde defensores de los agresores de Alsasua a antiguos trotskistas y otros inasequibles combatientes del “régimen del 78” y de la Monarquía borbónica. Si a Artur Mas, presente en la concentración, le queda aún alguna brizna de realismo, debió quedar estupefacto.

A todo esto, ERC sigue con el doble juego. Por una parte, filtra a los medios su intención de no practicar más la desobediencia y actúa con cautela en ese sentido --las conselleries de ERC fueron las primeras en descolgar lazos y pancartas--, pero, por otra, calla y otorga sin atreverse a enfrentarse a los juegos infantiles de Torra y de Puigdemont. Tras este lamentable culebrón de los lazos y las pancartas, el president vicario puede acabar inhabilitado porque la fiscalía no va a dejar de querellarse contra él por desobediencia. A lo mejor es lo que está deseando.