El plan de desescalada –horrible palabra que se pondrá de moda porque todo lo malo se pega— del Gobierno de Pedro Sánchez ha provocado multitud de críticas, comprensibles porque la complejidad del desconfinamiento es tanta que es imposible que las soluciones contenten a todo el mundo. Una de las dianas de las discrepancias ha sido la decisión de adoptar la provincia como la unidad de referencia para desconfinar.

Desde el primer momento, sin embargo, Sánchez aceptó el martes que “cabrán excepciones si resultan motivadas por las comunidades autónomas y tienen la aceptación por parte de la autoridad delegada, en este caso, del Ministerio de Sanidad”. El ministro del área, Salvador Illa, admitió al día siguiente que la provincia fuera sustituida por las regiones sanitarias o áreas de salud, como proponían varias comunidades autónomas, siempre que se garantizara la “estanqueidad” para controlar la movilidad en la zona.

Pese a las interpretaciones que se han hecho, está claro que la razón principal de establecer la provincia como unidad de referencia era la de controlar la movilidad, los desplazamientos entre una zona u otra. Las regiones o áreas sanitarias pueden ser también la unidad de medida, pero nadie conoce su extensión y sus límites. Siete autonomías defienden las regiones sanitarias por motivos diferentes, desde demográficas (Aragón y Castilla-La Mancha) hasta de tamaño (Castilla y León pide unidades más pequeñas que la provincia) o sanitarias (Comunidad Valenciana).

En otras dos, Cataluña y el País Vasco, las razones son políticas por el rechazo a una supuesta centralización, más sorprendente en el caso de Euskadi, ya que el nacionalismo vasco está asentado sobre los territorios históricos (Vizcaya, Guipúzcoa y Álava), que coinciden con las provincias.

La verdadera batalla se libra en Cataluña, donde la reaparición de las provincias ha llevado a Quim Torra a escribir que “Cataluña vuelve a 1833, a Lérida, Gerona, Tarragona y Barcelona” (escrito así, en castellano en su tuit en catalán), en referencia al año en que Javier de Burgos diseñó el mapa provincial. Carles Puigdemont se refirió asimismo a que mientras “el mundo ha entrado en el siglo XXI (…), la España del ‘Gobierno más progresista de la historia’ se refugia en la arquitectura territorial del siglo XIX”. Lo denuncian dos políticos, el actual presidente de la Generalitat y su antecesor, que no cesan de reivindicar 1714, el siglo XVIII.

Pero no es de extrañar porque el nacionalismo catalán siempre ha abominado de la provincia, una palabra maldita que ha desaparecido desde hace años del lenguaje nacionalista, sustituida por la ridícula de “demarcación”. Una denominación que nadie en la calle emplea, donde la gente sigue hablando de provincias cuando toca, y que sólo utilizan los organismos oficiales y los medios de comunicación públicos y concertados. En este asunto, el nacionalismo catalán ha hecho lo que hace siempre: cuando no puede suprimir algo, le cambia el nombre.

Las provincias no han podido ser eliminadas porque figuran en la Constitución y porque, pese a lo que el nacionalismo proclama, nunca ha habido verdadera intención de suprimir las diputaciones, que los partidos nacionalistas (ahora independentistas) han gobernado casi siempre y en las que manejan un alto presupuesto y sirven para repartir cargos y prebendas entre los partidos políticos. Hay otra razón: la provincia como circunscripción electoral beneficia a los partidos independentistas por la prima de que gozan los electorados de Lleida, Girona y, en menor medida, Tarragona, donde, para elegir un diputado, se requieren muchos menos votos que en Barcelona.

Durante el segundo Gobierno tripartito, en el 2010, se aprobó, tras años de debates, la ley que instauraba las veguerías, siete, que están olvidadas y nadie conoce su alcance y sus funciones. Ahora sabemos que las siete veguerías coinciden con las regiones sanitarias, por lo que podrían ser utilizadas como unidad de referencia en el desconfinamiento, pero esa opción es tan válida como cualquier otra, sin que se justifique la descalificación absoluta de la decisión inicial del Ministerio de Sanidad, que además está dispuesto a aceptar los cambios que le sugieran las autonomías.

Cuando la portavoz del Govern, Meritxell Budó, se pregunta “¿qué tienen en común en términos epidemiológicos Berga e Igualada? ¿Por qué criterio científico un ciudadano de Bellver de Cerdanya [en la provincia de Lleida] puede ir a Lleida ciudad, pero no a Puigcerdà, a muchos menos kilómetros, pero que se halla en la provincia de Girona?”, se le puede responder con otra pregunta. Si el desconfinamiento se hubiera decidido por comunidades autónomas, lo que no hubiese levantado tanta polvareda, ¿qué sentido tendría que un ciudadano pudiera viajar de Girona a Gandesa (unos 300 kilómetros) y no pudiera hacerlo de Gandesa a la localidad aragonesa de Calaceite (25 kilómetros)?

La opción por las comunidades autónomas, las regiones sanitarias o las provincias es perfectamente discutible, pero la oposición del Govern no responde solo ni exclusivamente a razones de salud, sino a motivos políticos y a la necesidad irresistible de discrepar de lo que decida el Gobierno de Sánchez, haga lo que haga.