Para quien desee que la ley impere de forma legítima, el día 21 será un día crucial en Barcelona. Abonemos la hipótesis de que el gobierno de España no será puesto a los pies de los caballos por la kale borroka independentista y que Pedro Sánchez regresará a Madrid con toda normalidad. Plantear previamente otro escenario no es lo más deseable para quien crea que el encaje de Cataluña es España y que el orden constitucional garantiza los derechos y libertades de los ciudadanos de Cataluña mejor que cualquier otra alternativa que se base en un ilusorio derecho a decidir o en el oasis prospectivo de una república catalana independiente. En tiempos de populismo buenista es poco grato decir que sin orden no hay libertad, pero esa es la cuestión que se impugna por parte del secesionismo encapuchado.

Para el día 21, Torra ha decidido asediar a Sánchez, por muchos amagos de caricia bilateral que se programen. La cuestión es otra: es determinar si el procés ha dejado de ser un elemento político y pasa a ser estrictamente un problema de orden público. ¿Existe otra posible interpretación dado el aliento que Torra y Puigdemont ofrecen a la disrupción callejera a pesar de los posicionamientos adversos de ERC y la exConvergència? La más mínima objeción a que el Consejo de Ministros se celebre en Barcelona está dando pie a una situación límite. De entrada, lo menos importante es el efecto que eso vaya a tener en la futura cualificación electoral del gobierno de Pedro Sánchez. En realidad, el gran desafío es el intento de alterar el orden constitucional porque el gobierno de España tiene, según respaldan las leyes en toda lógica, la facultad de reunirse en donde le parezca oportuno.

En este caso, si el Consejo de Ministros en Barcelona correspondía a la secuencia argumental de una aproximación dialogada entre la Moncloa y la Generalitat de Quim Torra estamos ante el horizonte de un desacato porque la Generalitat prefiere jugar al escondite con la formalidad institucional hasta el punto de que se pueda interpretar como un grave menosprecio a la soberanía configurada por el gobierno de España. De otra parte, ni Torra ni Puigdemont puede garantizar que no haya impedimentos violentos –de alta o baja intensidad– en la concreción del Consejo de Ministros en Barcelona. Eso dejaría a Pedro Sánchez en el crudo dilema de suspender de una u otra forma la autonomía de Cataluña o minimizar los efectos de la resistencia secesionista. En ambos casos, la consecuencia puede ser un avance electoral. Si Torra consigue asediar a Pedro Sánchez, la estabilidad institucional va a experimentar un espasmo intenso. El procés se convertirá definitivamente en un problema de orden público enquistado en la gobernabilidad de España y en la cotidianeidad de la ciudadanía de Cataluña.