Con la llegada de la democracia y el autogobierno, las comunidades bilingües se encontraron con un gran trabajo por delante para recuperar y revitalizar el catalán, el euskera y el gallego. Con el amplio consenso social con el que contaban entonces, los filólogos se pusieron manos a la obra.

En todo proceso de recuperación de una lengua existen tres áreas nucleares a partir de las cuales se construyen las políticas lingüísticas. Estas áreas son:

  • Corpus: se establece la gramática y el vocabulario de la lengua por parte de una autoridad lingüística.
  • Status: se define el rango de la lengua (oficialidad plena u oficialidad solo en partes del territorio) y las normativas sobre el uso institucional, administrativo y educativo de la lengua en cuestión.
  • Aprendizaje: se definen los planes de estudio, el profesorado y los centros educativos a través de los cuales la lengua será enseñada a escolares y a adultos hablantes de otras lenguas.

Veamos en más detalle la cuestión del corpus. Un elemento importante del corpus es el establecimiento de topónimos. En el caso del catalán, durante el franquismo se decía Lleida cuando uno hablaba en esa lengua, topónimo que no ha sido revisado. Sin embargo, otros topónimos sí que necesitaban el establecimiento de su forma en catalán. Por ejemplo, Osca (se decía Huesca), Palau-solità i Plegamans (se decía Palau de Plegamans) o Tolosa de Languedoc (se decía, oralmente, Tulús). Estos son tres ejemplos del establecimiento de topónimos en catalán por parte del Institut d’Estudis Catalans. Una vez estos y otros fueron establecidos en el corpus estandarizado del catalán, se comunicaron y promocionaron. Los hablantes, gradualmente, empezaron a usarlos hasta que se consolidaron.

Hasta aquí todo es normal.

Sin embargo, los filólogos catalanes encargados de establecer los nuevos topónimos y dar el visto bueno a los que ya eran de uso normal en la sociedad catalana se excedieron en su tarea toponímica. No satisfechos con establecer los topónimos para el catalán, tomaron decisiones sobre la toponimia de otra lengua, el español. Nadie les había requerido, lógicamente, que entraran en la toponimia del español. Los topónimos en español ya estaban establecidos y si hubiera algún problema o confusión, sería la Real Academia Española la que dirimiría la cuestión. Por ejemplo, cuando Checoslovaquia se dividió en dos en 1993, la RAE estableció que los nuevos países pasarían a llamarse en español la República Checa y Eslovaquia.

Los filólogos nacionalistas tenían al español en su punto de mira. Las otras lenguas no les interesaban. Jamás el Institut d’Estudis Catalans ha dicho a la Academia de la Lengua Francesa que en francés debe escribirse siempre Catalunya y no Catalogne. Exigirlo hubiera sido una extravagancia además de que no le hubiera hecho el menor caso.

El interés político (no filológico) llevaba a entrometerse en la toponimia del español. Y lo consiguieron en gran parte, no solo los nacionalistas catalanes sino todos. A Coruña dicen los paneles informativos en la autovía de salida de Madrid dirección norte. Los Gobiernos españoles accedieron a la demanda de los filólogos nacionalistas y A Coruña, igual que Lleida, Girona, o Gipuzkoa pasaron a ser los nuevos topónimos en español –topónimos que venían dictados por filólogos especialistas en el corpus de otras lenguas–.

Actualmente, la situación en la que nos encontramos es esta, tal y como se explica en el Diccionario Panhispánico de Dudas:

Gerona. Nombre tradicional en lengua castellana de la provincia y ciudad de Cataluña cuyo nombre en catalán es Girona. Salvo en textos oficiales, donde es preceptivo usar el topónimo catalán como único nombre oficial aprobado por las Cortes españolas, en textos escritos en castellano debe emplearse el topónimo castellano.

El objetivo de la intromisión en la toponimia española por parte de los filólogos nacionalistas es claro: expulsar la toponimia española es catalanizar, euskadunizar o galleguizar totalmente los pueblos o ciudades aludidos. Lleida, por ejemplo, no tiene nada que ver con el español. Ni siquiera tiene nombre en esta lengua. La cuestión toponímica se guía por el objetivo nuclear de la política lingüística: hacer del español una lengua ajena a la comunidad.

Así, frente a las demandas de A Coruña, Catalunya o Bizkaia en textos no oficiales en español debemos decir no. Reconocemos, por supuesto, la autoridad y legitimidad de las Academias catalana, gallega y vasca para poner reglas en las lenguas objeto de su trabajo. Pero aquí acaban sus funciones. Más allá, ya no les corresponde a ellos decidir qué debe decirse y qué no.