Conservo todos mis amigos independentistas y algunos de ellos confiesan en privado que evitan escuchar o leer algunas declaraciones de sus dirigentes para no sentir vergüenza. Lo mismo dicen algunas amistades constitucionalistas, que también conservo, ante las ocurrencias de sus líderes. Me resisto a aceptar que solamente mi círculo se haya dado cuenta de que el conflicto (serio y profundo) se está convirtiendo últimamente en un juego de disparates. Seguro que sus amistades compartirán esta sospecha y el hartazgo está más extendido de lo que nos imaginamos.

Una parte de la culpa es nuestra, quiero decir de los que escribimos y hablamos habitualmente del procés, del soberanismo, del estado de derecho, la Constitución, el catalanismo político, de los jueces y de los gobiernos en general. O sea de política. Y no porque hablemos mucho o poco, sino porque no somos capaces de discernir o no nos atrevemos a diferenciar la ocurrencia y la simple tontería para conseguir un titular de lo que es relevante y significativo. No digo tanto de lo que es correcto o incorrecto, positivo o negativo, bueno o malo para el conjunto de la sociedad que en esto hay divergencias profundas, argumentables y lógicas, me refiero simplemente a desenmascarar una tontería como lo que es.

En el preciso instante en el que se otorga categoría de declaración susceptible de debatir a la última ocurrencia de quien sea, se le concede automáticamente la relevancia y la credibilidad que el astuto emisor pretende. El silencio y la pérdida de tiempo no tienen las mismas consecuencias, pero todo lo que no sea una pura denuncia de la irrelevancia es admitirla en el universo de la trascendencia de mayor o menor grado.

No pretendo afirmar que los polemistas, tertulianos, opinadores, propagandistas, analistas o prescriptores sean el fiel de la balanza para decidir lo que es una sencilla inconsistencia, una provocación de lo que supone un argumento profundo que dará vida a una propuesta de fondo, una explicación razonablemente de un hecho o una crítica sustentada del mismo con toda la dureza que se quiera.

Dios me libre de tal presunción, las audiencias y los lectores son perfectamente capaces de separar el trigo de la paja, incluso calibrar el grado de ironía implícito en un comentario para ahorrarse de calificar las cosas como se merecen. Luego está la libertad de expresión. Nadie le puede impedir a un político decir lo que le venga en gana; en última instancia sus seguidores, y tal vez electores, ya se lo tendrán en cuenta. O no; pero esta es otra cuestión.

Siendo todo esto cierto, debo confesarles que desde hace algún tiempo, oigo una voz que me dice que no estoy cumpliendo con mis propias expectativas profesionales al no hablar o escribir todo lo claro que debería. Que el circunloquio, la parábola, la ironía, incluso el sarcasmo, no son útiles en estas circunstancias complejas e incluso de cierto riesgo colectivo, más bien al contrario; participan de la confusión y el extravío en el que algunos líderes nos querrían perdidos. El verano y sus sombras invitan al examen. Lo primero, leer La desfachatez intelectual. Escritores e intelectuales ante la política, del inmisericorde Ignacio Sánchez-Cuenca. Luego, ya veremos.