España puede optar a ser el país más fuerte de Europa o, más exactamente, el más resiliente. Sería exagerado decir que del mundo mundial, dado el panorama general. Aunque todo puede ser cuestión de tiempo para alcanzar cotas más altas. La fortaleza del personal ante la que está cayendo parece que nos hubiera endurecido como el pedernal o un diamante en bruto. En periodo electoral tan largo como el que viene y con una inflación desmadrada, en la acción política se agudiza el cortoplacismo con que actúan nuestros gobernantes. Y lo que vale para España, sirve lógicamente para Cataluña, entre otras cosas porque, mientras no se demuestre lo contrario y al margen de las singularidades que tenga cada comunidad, sigue estando dentro del Estado español, por más que no satisfaga a algunos catalanes.

Desde mi ignorancia sobre fiscalidad, me permito contemplar el panorama como una especie de mercado persa o zoco fiscal. El resultado es que demasiada gente pierde toda esperanza y no percibe un retorno de su aportación al erario público, cosa que genera desafección política. No puede sorprender así que esa chica llamada Tamara Falcó, de cuya existencia no tenía conocimiento alguno, se vuelva un elemento de atención evasiva para amplios sectores de población: puro divertimento rosa. Casa mal disponer de una pensión o un salario mínimo con no saber qué ocurrirá el mes siguiente; conviven con dificultad porque el primer problema real es la desigualdad y cómo le hacemos frente: la crisis económica es en realidad una emergencia de desigualdad.

El bienestar a que aspiramos y necesitamos requiere nuevas iniciativas, rigor, eficacia e instituciones que lo hagan posible. El debate sobre política general en el Parlament sólo sirvió para poner de relieve un navajeo que no es nuevo entre los socios del Govern, con todos más pendientes de esa guerra que de las medidas que pudo anunciar Pere Aragonès: un rosario de pequeñas ayudas que ha pasado sin pena ni gloria, además de esa idea del “acuerdo de claridad” para establecer las bases de un referéndum pactado con el Gobierno. Mientras, el aniversario del 1-O pasó como si nada hubiese ocurrido, con pinchazo de asistencia y escaso eco social, mientras los chicos de Junts siguen desojando la margarita, cosa que permitiría a los republicanos cantarles aquello de “no me amenaces (…) porque estás que te vas, y te vas, y te vas (…) y no te has ido”. Pero se acaba el tiempo de las margaritas. Es todo tan singular que el president apareció el sábado apelando a la necesidad de “trabajar en positivo”,  cuando nos contentaríamos con que simplemente trabajasen por el bien público, tarea para la que fueron elegidos.

Si bien la política de las ocurrencias se expande por doquier y asumida la necesidad de ayudar a los sectores más desfavorecidos de la sociedad, el pifostio general que están montando unos y otros parece dibujar una línea roja infranqueable ante el futuro. Ahora se ha puesto de moda lo de “topar”: acabaremos topando cada cual lo que pueda y tiritando de tanta congelación de las cosas; solo falta una recogida de firmas para limitar el precio de la marihuana o aplicar algún tipo de ayuda a quienes tengan perro. A estas alturas, tal vez sea Cataluña el paradigma del desgobierno, nadie sabe a ciencia cierta qué hace ni para qué: hasta julio, el Govern solo había ejecutado el 13% de los 1.500 millones de euros de los fondos Next Generation procedentes de la UE. Aunque el problema tampoco es exclusivo de esta comunidad.

El Gobierno se ha sacado un oso de la chistera y ha decidido aplicar un impuesto para las grandes fortunas, eso sí con carácter “excepcional y transitorio”. Hace casi 50 años, siendo titular de Hacienda Francisco Fernández Ordóñez, modernizador del sistema tributario español con Adolfo Suarez de presidente, en una situación excepcional y en plena Transición, se aprobó el impuesto sobre patrimonio de forma también pretendidamente transitoria. Pues bien: sin entrar en si es bueno, malo, regular o mediopensionista, ahí sigue convertido en permanente.

Con demasiada frecuencia, cuesta saber con precisión quién y para qué gobiernan. Creo que fue Pedro Solbes, ministro de economía de Zapatero, quien sostenía que todos los gobiernos son de coalición: del partido que gana las elecciones y Hacienda, probablemente el único poder realmente independiente del ejecutivo, legislativo y judicial. Vale la pena recordarlo cuando observamos lo que ocurre con los fondos europeos. Al margen de la intrincada forma elegida por el Ministerio de Hacienda para poner en marcha su ejecución, se aprecian disfunciones que afectan a toda la Administración General del Estado. El Real Decreto-ley por el que se aprobaron medidas urgentes para la ejecución del Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia establecía, para el personal adscrito a la gestión de proyectos enmarcados en el mismo, el derecho a percibir un plus de “productividad” y “gratificaciones extraordinarias”. Pero ahora Hacienda dice que eso no aplica. Suena a falta de gobernanza y seguridad jurídica, una noticia que no entusiasmará a los funcionarios encargados de esta tarea.

En estas condiciones, no puede sorprender el desasosiego generalizado porque todos los temores conducen a Roma, lejos de los caminos que conducían a la capital del país transalpino donde acaba de imponerse la ultraderecha vista como el nuevo fantasma que recorre Europa, y no precisamente el del comunismo que proclamaron Marx y Engels en 1848. Más bien como síntoma de una crisis europea, con la izquierda hecha unos zorros.