Pónganse en situación. Me hallo tomando unas cañas en un bar de inmigrantes latinos de un barrio de la periferia, uno se mueve en ambientes selectos. En eso que se sitúan a mi lado dos centroamericanos, diríase por su acento que dominicanos, y empiezan a charlar con toda tranquilidad de sus trapicheos con drogas de poca monta. Dos pobres camellos, el último escalafón de una cadena que mueve millones. En determinado momento uno de ellos se refiere a un tercero, o tal vez esté dando detalles de un negocio que no resultó como esperaba, yo qué sé, tanto da, atentos al mulato:

-¡Oye chiiico, pero el tipo parecía millonario! ¡Parecía Puigdemont!- exclama.

La frase merece ser esculpida en el escudo de armas de la Generalitat, en el supuesto que tal cosa exista y que no haya sido mangoneada por alguno de los últimos inquilinos de la institución. Puigdemont se ha convertido en algo más que en millonario, se ha convertido en "El millonario", en la persona a la cual se refieren los pobres cuando quieren dar idea de fortuna incalculable e inalcanzable. Eso es todo un estatus. Mi abuelo utilizaba la frase "¿te crees que soy Rotschild?" cuando le pedía dinero (y por supuesto me lo daba), la generación de nuestros padres se pasó a Rockefeller, yo me limitaba a un más generalista "este tío tiene más pasta que un torero". Los pobres de hoy, por lo menos los que viven en Cataluña, han adoptado a Puigdemont.

Normal. Es lógico que gente llegada hace poco de ultramar tenga al ex presidente fugado como paradigma del bon vivant. ¿Cómo van a tenerlo por otra cosa, aunque que él insista en autonombrarse exiliado, si no hacen más que verle por televisión viviendo a cuerpo de rey? Para una persona que apenas llega a fin de mes, no digamos si encima es inmigrante sin papeles, Puigdemont es el summum de la riqueza, el arquetipo de hombre que ha conseguido vivir sin pegar golpe en el centro de Europa, que habita un chalecito que cuesta más que todo el poblado de Boca Chica, que aparece día sí día también por TV3 con un traje impecable, y a quien rinde pleitesía incluso el gobierno catalán, que no lleva a cabo el menor acto institucional sin que aparezca su careto en una pantalla gigante con expresión de "bien, bien, estimados súbditos". Por si todo ello fuera poca felicidad, ha conseguido poner miles de quilómetros entre él y su familia. Como para no envidiarle.

Puigdemont está llevando a cabo un pernicioso efecto llamada. Los pobres latinos llegan a Cataluña engañados, creyendo --como creían nuestros ancestros que hace dos siglos realizaban el viaje a la inversa-- que aquí es fácil llegar a millonario, llegar a Puigdemont, en suma. En nuestras manos está decirles la verdad, antes de que sea tarde. Debemos informarles de que vivir como Puigdemont no está al alcance de cualquiera. Que no se adquiere status semejante a base de deslomarse trabajando, ni siquiera ayudándose de pequeños trapicheos con la droga. No, los pequeños delitos nunca han sido trampolín para las grandes fortunas, puestos a delinquir --y he ahí el secreto de Puigdemont-- hay que hacerlo a lo grande. Claro está que teniendo la piel oscura y ni un solo apellido catalán, difícil será hacer creer a un milloncejo de personas que todo se ha hecho por su bien de ellas, y que vayan mandando dinero al extranjero para sufragar el tren de vida. Hay que tener mucha jeta, queridos inmigrantes, y nunca tendréis tanta como Puigdemont, con eso se nace, no se hace. Ahora bien, ya que habéis ido a caer a un sitio donde la gente es fácil de engañar, aprovechad para hacer fortuna a costa de los catalanes. Está tirado, demostrado está.