Tantos años temiendo un choque de trenes que considerábamos absolutamente inevitable, y ahora está claro que ya no lo habrá. A lo sumo, unos cuantos vagones de un tren desvencijado y descarrilado podrán ser arrollados por un potente tren de alta velocidad. Esto es lo que, si alguien no es capaz de evitarlo, acabará sucediendo en Cataluña con el tan traído y llevado “proceso de transición nacional”.

En Cataluña, y por extensión también en el conjunto de España, llevamos ya muchos, demasiados años, enfangados en un inmenso lodazal, en unas arenas movedizas situadas en unas hediondas aguas pantanosas que todo lo embarran y embrutecen, que contaminan todo el entorno. Permanentemente encerrados con su solo juguete, en un inacabable ejercicio solipsista basado en su inagotable capacidad de autoengaño, los dirigentes políticos y sociales del secesionismo catalán se han demostrado manifiestamente incapaces de salir del laberinto en que ellos mismos se metieron y en el que metieron también, por desgracia, a decenas, a centenares de miles, incluso a un par de millones de buenos, honrados y pacíficos ciudadanos.

Todo tiene su límite, no obstante. No habrá choque de trenes porque un Estado democrático de derecho tiene y tendrá siempre mucho más poder, muchísima más fuerza política, judicial, policial e incluso militar que cualquier grupo, por muy numeroso que sea, que pretenda subvertir la legalidad democrática. Ya lo sabían quienes iniciaron el maldito procés, con el cínico Artur Mas al frente y con todo tipo de apoyos políticos, sociales, empresariales, mediáticos y propagandísticos. Todo se complicó aún mucho más con la sorprendente sustitución de Mas por Carles Puigdemont, un simple fanático, y por el momento parecemos haber llegado ya al final del abismo con la sucesión del fugado Puigdemont por su vicario Quim Torra, que sin duda alguna es un auténtico ejemplar de friki. Lo sabían muy bien todos ellos. Sabían, y así lo han reconocido incluso públicamente, que “jugaban al póker” y que, por si todavía no bastara con ello, también sabían perfectamente que “iban de farol”. ¡Cuánta insensatez, cuánta inconsciencia, cuánta irresponsabilidad, cuánta temeridad, cuánto cinismo, cuánto fanatismo, cuánta locura!

Vivimos y viviremos un otoño desgraciadamente demasiado tenso y caliente. De forma muy especial en Cataluña, pero también en el resto de España, que encima se encuentra de nuevo en una nueva campaña electoral, con todo lo que ello conlleva de radicalización de posiciones por parte de todos. Tras la  poco estridente conmemoración del segundo aniversario del infausto 1-O --infausto no solo por las injustificadas y desproporcionadas cargas policiales ordenadas por el Gobierno Rajoy, sino también por la convocatoria y celebración de un supuesto e ilegal referéndum de autodeterminación de Cataluña--, ahora estamos a la espera de la sentencia del Tribunal Supremo sobre la causa abierta con casi todos los principales dirigentes políticos y sociales del separatismo.

Por si no bastara con ello, las recientes detenciones, por orden de la Audiencia Nacional y tras un dilatado trabajo de investigación policial hecho ya por orden judicial, de un reducido número de miembros radicales de los ya de por sí suficientemente radicales CDR, han enardecido todavía más a parte de los seguidores del movimiento secesionista, con el presidente Torra al frente. Unos seguidores que, tanto en el caso del Supremo como en el mucho más reciente de los CDR ahora en prisión, solo aceptarían la absolución completa de todos los acusados. Su frustración será explosiva. Pero no habrá choque de trenes, como no sea entre vagones del tren descarrilado.

Lo peor de lo que ha ocurrido y ocurre en Cataluña desde hace tantos años es que, por desgracia, va a seguir sucediendo. La fractura ciudadana es tan profunda, la escisión social es tan enorme, la división nacional es tan grave, que desgraciadamente ha acabado siendo un fenómeno de una magnitud tan extraordinaria que tardaremos muchos años en poder superarlo. Mucho me temo que tendrán que pasar varias generaciones para que tal vez nuestros nietos o biznietos puedan regresar al punto de salida de una convivencia libre y pacífica, ordenada bajo el paraguas protector del Estado democrático y social de derecho. Mientras tanto, a lo sumo a lo que podremos aspirar es a lograr algo tan simple y tan necesario como es coexistir.

Raimon, en una de sus más antiguas canciones, escrita, compuesta, cantada y editada por vez primera en 1966, titulada Quan jo vaig nàixer (“Cuando yo nací”), en alusión a su nacimiento en Xàtiva en 1940, recién terminada la incivil guerra civil española, acababa señalando algo que muchos compartimos aún: “A l’any 40, quan jo vaig nàixer, jo crec que tots, tots havíem perdut, a l’any 40” (“En el año 40, cuando yo nací, creo que todos, todos habíamos perdido, en el año 40”). Mucho me temo que algo similar nos ocurre ahora. Todos hemos perdido. Tal vez no hay ni habrá vencedores ni vencidos, aunque también puede haberlos, como ya ocurrió en 1939. Pero en Cataluña, y por extensión en el resto de España, como ya ocurrió entonces, todos ya hemos perdido.