En estos días aciagos se oye con frecuencia que “nada en el mundo volverá a ser como antes del  covid”, y ello se comprende por la desmesura del problema. Seguro que habrá cambios, pero no deja de ser aquella una afirmación con aromas milenaristas. En el postcovid-19 el sistema mundial, que engloba los sistemas nacionales, irá volviendo  paulatinamente a las andanzas, repitiendo errores y reproduciendo desequilibrios.  

La humanidad ha superado  pandemias peores que la actual, basta recordar la gripe española de 1918/1919 sin que el mundo cambiara de modo significativo en la organización social e internacional como consecuencia directa de la pandemia, más allá de mejoras en la higiene y  la sanidad, lo que no es poco.

Hoy  millones de personas se están viendo dramáticamente afectadas en sus vidas --injusta o irremisiblemente en demasiados casos--. Son cambios en la esfera individual, que habrá que ver que repercusión tienen y cómo se trasladan a  la esfera colectiva. Quedémonos de momento en la vaguedad de que, en esta ocasión, con las particularidades de nuestro tiempo, los cambios sociales serán para bien o para mal, y ambos a la vez.

Voces autorizadas en el campo de la reflexión sobre la  ética piden que la salida de la crisis se haga por la vía de la cooperación y la solidaridad tanto en el ámbito nacional como en el internacional, y en particular en relación con los países del subdesarrollo, la mayoría de los cuales carecen de recursos para defenderse de la epidemia y algunos son incluso Estados fallidos. Sin duda esa sería la vía deseable y es la exigible.

Sin embargo, lastres de nacionalismo histórico y  nuevos movimientos nacionalpopulistas apuntan una inclinación inquietante hacia el  soberanismo, traducido en la posible implantación de soluciones propias, desregularizadas e (in)igualitarias, dentro de las fronteras del Estado y en la posición aislacionista de éste en las relaciones internacionales. Sin olvidar los casos disruptivos de soberanismo cantonalista como el que padecemos en Cataluña, que entorpecen la cohesión interterritorial.

Ni aun con esos mimbres lo tendrá fácil el soberanismo. Encontrará importantes resistencias; en primer lugar internas, de sectores de la población conscientes de las desigualdades que la epidemia ha hecho más evidentes y más insoportables, y que exigirán un modo de gestión de los recursos más equitativo, más cooperativo, más cohesionador y por eso menos soberanista. Mientras que aquel podrá contar con el apoyo de  otros sectores que la inseguridad habrá vuelto sensibles a los cantos de sirena de las fórmulas autárquicas, excluyentes y engañosas del soberanismo, resumidas en el “nosotros primero”.

En segundo lugar externas, procedentes del alto grado de interdependencia, de movilidad y de conectividad, irreversible en el plano mundial, salvo en un estadio prebélico. La transnacionalización de la economía y los mercados globales  --del orden que sean, desde las finanzas a la despensa-- se avienen mal con el soberanismo, porque amenaza los flujos que necesitan.

Ciertamente, la fluidez de la globalización habrá resultado muy dañada a lo largo de la pandemia, pero se repondrá en el postcovid; de no reponerse sobrarían estas  reflexiones, puesto que nos encontraríamos en otro escenario, en una situación de crisis total mundial con el riesgo de un nefasto desenlace.

La repulsión del soberanismo vendrá de la necesidad de la  cooperación y la solidaridad --aunque se impongan por interés mutuo--, pero que encontrarán también fuertes resistencias en el plano internacional; especialmente de Donald Trump  --y otros “trumpistas”--. Por eso, y por otras muchas razones, es tan importante que Trump no sea reelegido. El demócrata Joe Biden no revertiría todo el aislacionismo agresivo de la actual presidencia republicana, pero se espera de él que no lo incremente y que recupere parte del multilateralismo relativo de la era Obama.

La Organización Mundial de la Salud, organismo especializado de la ONU, es un ejemplo de cooperación internacional, que en su historial y en la presente crisis epidémica ha mostrado su benéfica utilidad. Pero como otros organismos especializados topa con las resistencias que oponen al sistema de las Naciones Unidas los Estados del soberanismo aislacionista, entre los que destacan los EE.UU.

Una tercera vía --valga la expresión-- es el soberanismo “a la China”: autoritarismo interior (como forma evolucionada de la dictadura) y desarrollo (desequilibrado) con apertura y multilateralismo exterior, que esconden una vocación de hegemonía mundial. China está vendiendo su modelo como un éxito en la lucha contra la epidemia y una muestra de cooperación internacional generosa, ni lo uno ni lo otro resisten una aproximación crítica, más aun si no se olvida que el coronavirus surgió en aquel país, probablemente a causa de alguna de sus muchas vulnerabilidades.

Deberemos revisar y realzar el modelo europeo que, a pesar de las insuficiencias actuales, representa la mejor respuesta a la tentación soberanista.