Tarde en el dentista. Retraso. Un montón de gente en la sala de espera. Acabado el libro, todas las revistas en manos de los demás, aburrida del móvil, te abandonas a tus pensamientos y no puedes evitar escuchar la conversación de una madre y su hija, entre otras cosas porque estamos tan próximas que hay que hacer un esfuerzo para mantener una mínima separación. La niña, de unos diez años, vestida con el uniforme del colegio, aparatos dentales (por supuesto), cabello oscuro recogido en una coleta, ni guapa ni fea, le dice a su madre que su amiga Nerea fue a “lo de La Voz” y que aunque esta vez no la han cogido, a la siguiente seguro que sí. Que canta igual de bien o incluso mejor que Beyoncé y que también sabe bailar. Que le dijeron que tenía “talento”, pronuncia la palabra despacio, con reverencia, como si tuviese que escribirse en mayúsculas y en negrita. “¿Y yo, mamá? ¿Tengo talento?”. En la pregunta se advierte una cierta angustia. Por el altavoz llaman a la niña y ambas se levantan para entrar en la consulta. Me quedo sin saber la respuesta, si es que la hubo.

Desde que existe la televisión proliferan los programas en los que se trata de exhibir las habilidades de cada uno, encandilar a un jurado y competir con otros. Concursos para adultos y para niños en los que hay que demostrar lo bien que se canta, lo bien que se baila, que eres un maestro en la cocina, en la costura o haciendo tatuajes. Todos hemos visto imágenes de los concursantes hundidos en la miseria al ser eliminados como si fuera lo peor que puede pasarles en esta vida.

La capacidad para ejercer una ocupación o realizar una actividad, ya sea innata o adquirida, es lo que entendemos por talento, una expresión de inteligencia emocional. Los psicólogos lo definen como un diamante en bruto, ya que incluso en los casos en los que el sujeto es poseedor de la habilidad en cuestión, debe pulirse y potenciarse para que pueda apreciarse como tal. Estas capacidades no se refieren únicamente al canto, al baile o al arte en general, sino que engloba todas las actividades que puede hacer un ser humano.

La fama nos pierde, sentir que hacemos algo mejor que los demás y que nos reconocen por ello, es una droga para nuestro cerebro, para nuestro ego

Pero la fama nos pierde, sentir que hacemos algo mejor que los demás y que nos reconocen por ello, es una droga para nuestro cerebro, para nuestro ego. El potenciar el talento y mostrarlo a los demás no es malo, el problema empieza cuando la persona que no goza de ninguna habilidad especial (o eso cree), siente que no es nadie en la sociedad y sufre por ello.

¿Qué sucede con los simples mortales? ¿Con los que parece que no destacan en nada? En EEUU se ha llevado a cabo un estudio en el que se midieron los niveles de ansiedad y depresión de adolescentes, valorando especialmente la imagen que tenían de sí mismos y sus capacidades. Las conclusiones fueron que un alto porcentaje se veía incapaz de realizar correctamente una actividad, siendo las niñas (salvo en el ámbito social, en el que tienen más habilidades), más propensas que los niños a sufrir angustia emocional y a subestimarse. La angustia de no ser especial y en consecuencia, a no ser reconocidos, combinado con otros factores, puede desencadenar trastornos de ansiedad.

El psicólogo Carl Jung decía que todos tenemos talento, aunque éste no sea visible. Quizás seamos buenos para cuidar a los demás, para hacer felices a los que nos rodean. O sencillamente para ser capaces de disfrutar del momento, de valorar lo que tenemos, algo que para muchos de nosotros sigue siendo una asignatura pendiente.