Si no lo arregla un inopinado retorno de la sensatez --algo que se antoja difícil--, el proyecto de ampliación del aeropuerto de El Prat se ha ido al traste. De no producirse un voluntarioso reencuentro entre las administraciones, la cuestión no se replantearía hasta dentro de cinco años, con la adopción del siguiente programa de inversiones de AENA. Es sabido que los éxitos tienen muchos padres, pero que los fracasos no son reconocidos por nadie. Éste es un fracaso sin paliativos: con unos cuantos responsables y muchos afectados. Porque no, no estamos ante una victoria de la razón ecológica. La suspensión del proyecto tiene también costes medioambientales, y es de temer que no sean menores. Si alguna victoria ha habido, ésta resulta de la formación por aluvión de un heterogéneo frente del rechazo, amalgamado bajo el imperativo de la táctica. Y muy pronto se revelará pírrica.

No es cierto que la paralización de la inversión de AENA sea fruto de la movilización ciudadana en defensa del Delta. Desgraciadamente, está uno tentado de añadir. A pesar de que las evidencias del cambio climático han sensibilizado a la opinión pública, no están los movimientos sociales en un momento álgido. Aún no se han recuperado del efecto eucalipto que ha tenido el procés sobre las energías del activismo social. El fracaso tiene que ver, en primer lugar, con la lucha por la hegemonía en el seno del independentismo. Nadie quiere perder protagonismo: ERC, moviéndose en modo pragmático frente al gobierno de Pedro Sánchez, tuvo un ataque de celos cuando los radicales sobrevenidos de JxCat exhibieron un acuerdo entre los dos ejecutivos. Desde entonces, todo fueron contorsiones. Que si España nos engaña, que si la gestión del aeropuerto debe estar en manos de la Generalitat... Al final, los consellers de ERC se apuntaban incluso a una manifestación contra el acuerdo suscrito por el Govern. En boca de un ejecutivo de dudosas credenciales ecologistas, la afectación que tendría la prolongación de una de las pistas sobre La Ricarda se convertía así en una línea roja insalvable: nadie quiere ser acusado de traidor a los humedales del país.

Pero, la excusa es inconsistente. La afectación sobre el territorio de la prolongación de una pista podría ser exitosamente compensada, mejorando incluso la calidad de los acuíferos y su capacidad para acoger biodiversidad. El problema medioambiental más serio se refiere al volumen de emisiones de CO2 que conllevaría un aumento de la actividad aeroportuaria. Los movimientos ecologistas están en su papel al alertar al respecto. La UE, por su parte, tiene establecido un exigente calendario de reducciones que compromete a todos los Estados miembros. Pero ahí es donde radica la diferencia entre la función de un movimiento crítico específico y la tarea de un gobierno --o de un partido con una destacada presencia institucional, como es el caso de los comunes--, llamados a conjugar ése y otros parámetros en la toma de decisiones, complejas y controvertidas, que afectan al futuro del país. Uno y otros han preferido la pose adolescente al liderazgo responsable.

Barcelona está inmersa en las corrientes de la economía global y no puede sustraerse a ellas. La cuestión reside en tratar de navegar por ellas manteniendo un determinado rumbo de progreso. Disponer de un hub de vuelos intercontinentales tiene sentido para hacer de Barcelona un gran nodo de conectividad, atrayendo talento, inversiones y conocimiento, en contacto con las urbes más dinámicas. Una apuesta que no depende sólo de la adecuación del aeropuerto. En efecto: no es fácil que dos ciudades de un mismo país --Madrid y Barcelona-- puedan engarzarse con éxito en esa red. Son necesarios otros factores para que los grandes operadores apuesten por un determinado centro neurálgico. Pero, si esa opción no se materializa, las consecuencias para la ciudad y su área metropolitana serían de gran calado. Madrid concentraría el mayor potencial innovador, mientras que Barcelona quedaría consagrada como destino preferente del turismo masificado y low cost, generando una dependencia cada vez mayor de la economía local respecto a este vector de actividad. Una dinámica poco favorable a la creación de empleo de calidad y a la reindustrialización de la ciudad. Es decir, a la mejora del nivel de vida de sus habitantes y a la resiliencia de la urbe ante los vaivenes de los mercados. Y no se trata de sueños de grandeza. Barcelona y su entorno metropolitano son ya demasiado grandes. Resignarse a la irrelevancia y al declive no es una opción. No ha lugar a un pacífico repliegue provinciano, ni la transición ecológica puede pivotar sobre precariedad y la pobreza de la clase trabajadora.

La adecuación del aeropuerto podría tener un potente efecto tractor... a condición de ser convenientemente gobernado, articulado con otros proyectos y conjugado con las exigencias medioambientales. A esa tarea estaban convocados la Generalitat y, en menor pero nada despreciable medida, el mundo municipal. El problema de las emisiones, considerando los plazos aún poco definidos para el tránsito de la aviación civil al uso de carburantes verdes, requería sin duda ser tratado en el marco de una política de reducción de los efectos contaminantes del conjunto de la movilidad en el área metropolitana. La consecución de una plataforma intercontinental plantearía al mismo tiempo una redistribución de vuelos entre los distintos aeropuertos, así como un desarrollo de la red ferroviaria para conectarlos y reducir los vuelos cortos a favor del tren. Por otro lado, los sindicatos tendrían mucho qué decir respecto a la calidad contractual de los nuevos puestos de trabajo. La tarea que se planteaba a los agentes económicos y sociales, pero ante todo a las administraciones públicas, era ingente. Éstas la han rehuido: se necesitaba un esfuerzo sostenido, había que buscar compromisos razonables entre ecología y economía, gestionar contradicciones... Todo eso suponía prestar el flanco a la demagogia populista y a la emotividad desbordada que caracterizan el actual momento político. Han preferido salvar La Ricarda y permanecer impolutos, en una cobarde dejación de funciones.

Es dudoso, como quieren creer algunos amigos, que la congelación del proyecto de AENA abra la posibilidad de hacer las cosas mejor, ni que permita avanzar hacia modelos más sostenibles. El papel lo aguanta todo. Pero, no es fácil movilizar recursos para actuar en la vida real, más prosaica que las proclamas. De momento, se ha esfumado una potente inversión de 1.700 millones. La frivolidad de quienes, en lugar de asumir sus responsabilidades de gobierno, prefieren la comodidad de una pancarta es inaceptable. Debería serlo, muy especialmente, para la izquierda. La protesta es un derecho democrático de la ciudadanía, no de los poderes públicos. Pero hoy todo responde a la táctica, al regate corto, a la actuación en el corto plazo. En el caso de la izquierda alternativa, resulta difícil no advertir una cierta sobreactuación verde, movida por el deseo de hacerse con una marca que, intuye, tiene recorrido en Europa. A falta de un horizonte estratégico y un programa que aún siguen pendientes, un reclamo electoral, una franquicia. Sin menoscabo del buen desempeño de Yolanda Díaz al frente del Ministerio del Trabajo, su visita mediatizada a La Ricarda, acompañando a la alcaldesa de Barcelona, ha tenido más de cálculo político que de manifestación de una convicción. La ministra dice que ha hecho una sorda labor de zapa para desbaratar el proyecto de AENA. Sin embargo, no hay noticias de su oposición a la ampliación de Barajas, no menos problemática en cuanto a su impacto medioambiental. Los comunes quieren ser reconocidos como el partido verde de Cataluña. Y Yolanda Díaz les necesita para consolidar su liderazgo en UP. Táctica, táctica... Si tratas de parecer más verde que yo, te mueres de fotosíntesis.

Diversos actores, incluso profundamente enemistados entre ellos, parecen dispuestos a unirse en un combate épico para salvar la Ricarda. Veremos quién se pone a salvar la mesa de diálogo entre el gobierno y la Generalitat. Por mucho que las partes lo nieguen --reconocerlo quizá agravaría aún más las cosas--, ese marco queda tocado por el despropósito del Govern en el tema del aeropuerto. Quizá sea excesivo hablar de una estrategia de Pedro Sánchez. Pero lo cierto es que una política a medio plazo para Cataluña sí estaba perfilando --aunque los movimientos tácticos tampoco son extraños en el presidente del Gobierno--. Los indultos eran un primer gesto de distensión; la realización de una infraestructura de primer orden estaba llamada a restablecer la confianza en el Estado, propiciando una provechosa complicidad entre las administraciones. Ese hubiese sido un buen entorno para avanzar hacia un nuevo pacto de convivencia. Ahora, todo ha saltado por los aires. El efecto de los indultos se diluye, al tiempo que se instala un clima de desconfianza entre las partes. A día de hoy, ni siquiera hay orden del día de la mesa. El mundo empresarial y los sindicatos han llamado a recomponer puentes y a recuperar el proyecto de El Prat. ¡Ojalá sean escuchados! Necesitamos encarar el futuro con luces largas y ambiciosos proyectos colectivos. El tacticismo estéril de quienes se creen al abrigo de la tempestad sólo puede traernos desgracias.