"Pero yo, con mi infantil crueldad, nunca supe ver en las más altas acciones de los hombres nada más que estupidez". Leí esta frase de Anita Loos en Los caballeros las prefieren rubias hace 30 años, hace 20 perdí el libro donde la tenía subrayada, pero no lo necesito para nada porque no la he olvidado ni creo que ya la olvide nunca.

Cuando se habla de la situación estancada en que se halla la vida política de nuestra región, suele destacarse el papel que juegan la razón y el papel que juegan las emociones, o la función de determinados personajes que han sido colocados por circunstancias diversas en papeles más decisivos de lo que les correspondería teniendo en cuenta sus conocimientos, dotes y capacidades, y donde lo bloquean todo. Pero no suele diagnosticarse el elemento decisivo de la estupidez, del déficit de atención inteligente (DAI), que subyace a este conflicto.

¿Y cómo mencionar este elemento, básico, de la necedad humana? Cuando se pone sobre la mesa el DAI es evidente que se acaba la posibilidad de debate, porque la gente se siente ofendida.

Damos por descontado que algunos agentes de esta alucinación colectiva en que vivimos son, sencillamente, personas de una inteligencia muy limitada. Padecen el DAI. No diré nombres. El lector los tiene presentes. Viendo cuán afectados por DAI son algunos de los opinadores y gestores que revolotean desde hace años en torno a los ahora procesados en el Supremo, se entiende que éstos padezcan problemas tan graves, y que a otros muchos les cueste tanto ajustar su percepción del mundo al mundo en sí mismo.

Lo llamativo es que determinadas personas que en ciertos aspectos son seres claramente inteligentes, se hayan dejado conducir a este callejón sin salida o ellas mismas se hayan metido en él. Suelen aducirse excusas más o menos plausibles, como la lealtad a un amigo, el patriotismo, incluso la ambición o la codicia, que fácilmente ciega al que la padece y le conduce por donde no debería transitar. Pero el caso es que uno siempre piensa: “¿Será acaso que Fulano no es tan inteligente como creíamos? ¿Y cómo es esto posible, si en otros aspectos de su vida se conduce con sagacidad y aprovechamiento?”

Este enigma obsesionaba al filósofo, polemista e influyente periodista Jean-François Revel (1924-2006). En sus memorias El ladrón en la casa vacía vuelve una y otra vez al estupor rayano con la angustia que siente al conocer a personalidades de gran inteligencia en su especialidad pero que en todo lo demás piensan, hablan y se comportan como tontos del bote.

Él lo había experimentado en sí mismo: siendo un brillante egresado de Filosofía de la École Normale Supérieure, la institución universitaria más prestigiosa y selectiva de Francia, cayó como un paleto en la secta del charlatán armenio George Gurdjieff, gurú pródigo en patrañas trascendentales.

Cuando se liberó de la adicción a aquel vendedor de humo, Revel, meditando en su propia experiencia, descubrió que es inmensa “la capacidad de los hombres para persuadirse de la veracidad de cualquier teoría, de construir en su cabeza el andamiaje justificativo de cualquier sistema, por extravagante que sea, sin que la inteligencia ni la cultura puedan impedir esa intoxicación ideológica”. A partir de entonces, como guiado con un sexto sentido, detectaba con velocidad fulgurante la incursión de los demás en el error, en unos casos por pereza de pensar y en otros por la conveniencia acomodaticia de adaptarse a la opinión mayoritaria.

Así, dice de un gran biólogo: “En el interior de su disciplina poseía una gran capacidad de observación exacta y de razonamiento riguroso. Pero esta capacidad le abandonaba en cuanto salía de su terreno. Entonces se imbuía de otra personalidad. Este desdoblamiento causa muchas víctimas entre los científicos”.

Y no solo entre los científicos: “En los artistas más admirables, el genio creador puede coexistir con la estupidez y la cobardía --Picasso es un ejemplo calamitoso--, y uno se pregunta cómo es que nuestra época no ha revisado más el mito del intelectual como faro y guía de su época, y, sobre todo, como maestro de virtud infaliblemente situado del lado de los defensores de la justicia”.

En resumen: la necedad de los necios la damos por descontada y por eso no nos turba. Lo verdaderamente turbador, lo sorprendente, lo inquietante, es la necedad de los inteligentes. Tal vez porque cuestiona la íntima confianza de cada uno en el rigor y la fiabilidad de su propio criterio, en este mundo cambiante, tan lleno de gente extraña y más o menos deficiente.