"Nadie se une para ser desdichado", decían los ilustrados franceses. El experimento viral de Tabarnia ha dejado en evidencia no solo la falacia de los argumentos de los nacionalistas, también la incapacidad de éstos para entender la comunidad como una construcción de inteligencia social, en la que han de interactuar las aspiraciones y conductas de unos y otros, de los individuos y de la colectividad, porque, en principio, nadie se separa para ser desgraciado.

En cierto modo, el experimento tabarnés es un ejercicio simulado de desobediencia y de insumisión, pero con el mismo lenguaje que los nacionalistas, es decir, se territorializan las reivindicaciones de los individuos en tanto que éstos se someten a un imaginario nacional. Porque nadie debería admitir, en su sano juicio, que un proyecto de comunidad sea el todo y que el individuo no sea nada, tal y como sucede en los regímenes republicanos identitarios y totalitarios.

Cataluña (España también) atraviesa por un momento clave en el que se han de recrear nuevas formas de convivencia más inteligentes o el fracaso como colectivo puede ser tan rotundo como inmediato. Afirma José Antonio Marina que "las sociedades estúpidas son aquellas en que las creencias vigentes, los modos de resolver conflictos, los sistemas de evaluación y los modos de vida, disminuyen las posibilidades de las inteligencias privadas". El reto es conocer y debatir propuestas de individuos ilustrados y virtuosos que nos indiquen cómo dejar la senda del resentimiento y del enfrentamiento que nos ha llevado hasta el borde del acantilado de la autodestrucción.

Quizás una terapia divertida para vencer al odio y a la desilusión debe comenzar con una prolongada y contagiosa carcajada. El arte de la risa es el mejor antídoto contra el veneno del fanatismo

Lo mejor que le ha pasado a Cataluña en todo 2017 es el invento de Tabarnia, porque una risa a tiempo es siempre más efectiva que la incomprensible carga policial o la boutade de depositar la papeleta en una urna cuatribarrada, cuyo único objetivo (la DUI) era a priori innegociable. La intolerancia de un grupo o la obcecación de un individuo puede suavizarse de inmediato con una risa compartida. Como dice Emilio Temprano, la risa "es una manifestación de libertad de primer orden, que pone en cuestión cualquier forma de dogmatismo".

Las numerosas respuestas agrias e insultantes a los tuits en los que se informa del presunto proyecto de una nueva comunidad autónoma, separada de Cataluña pero vinculada a España, han puesto en evidencia una vez más que la “revolución de las sonrisas” era una impostura, tan falsa como el pacifismo gandhiano de los Puigdemont o Junqueras. ¿Por qué los independentistas son incapaces de transitar de la mueca a la carcajada? La explicación parece sencilla: los individuos o los grupos intolerantes o supremacistas no pueden soportar reírse de ellos mismos. En Cataluña existen antecedentes de esa animadversión a la risa compartida. En 1641, las autoridades barcelonesas, enfrentadas como estaban a la monarquía española y entregadas a Francia, tenían tanto miedo a la multitud y a sus burlas que prohibieron a perpetuidad el carnaval, obligando a los vecinos a pan y a agua y a rezar durante esos tres días. Nada de reírse, decidieron, el asunto de la independencia de España era muy serio.

La brevísima proclamación de la república catalana y la frustración que ha generado su suspensión han extraviado a una parte muy activa de sociedad catalana. Quizás una terapia divertida para vencer al odio y a la desilusión debe comenzar con una prolongada y contagiosa carcajada. El arte de la risa es el mejor antídoto contra el veneno del fanatismo. Ríete de Tabarnia como de ti mismo, aunque sea por un momento y justo antes de acabar este 2017 tan desastroso, siempre es mejor que helarte la sonrisa.