Un amigo me comentaba esta semana que cada vez que envía un mensaje de voz por Whatsapp tiene la manía de escucharlo después. Y así, escuchándose a sí mismo una y otra vez, se ha dado cuenta de que se repite mucho cuando habla. “No me gusta nada escucharme, no me soporto”, me dijo en un audio, medio en broma. “Yo también lo hago”, lo tranquilicé. Y tampoco me gusta nada escuchar mis propios audios, porque me doy cuenta de que tengo una voz nasal, un poco de pija, y que me expreso fatal y creo que no se ha entendido nada de lo que quería decir. Entonces, si aún estoy a tiempo, elimino el mensaje, o vuelvo a mandar un audio a esa misma persona diciéndole lo mismo con otras palabras, por lo que acabo siendo un incordio.

Al parecer, ni mi amigo ni yo somos raros. Escucharse los propios audios es algo bastante habitual entre los de mi generación, ese grupo de gente que tiene entre 40 y 50 años (los primeros milenials o los últimos de la generación X, según se mire) que al principio se mostraba reacia a usar los audios de voz (“no escucho mensajes de voz”, advertían en su estatus de Whatsapp algunos amigos míos hace unos años) y ahora casi todos los utilizamos a menudo.

¿Por qué han triunfado tanto los mensajes de voz? En mi caso, todo empezó al nacer mi hijo, hace ya dos años. No es fácil escribir mensajes de texto con un bebé en brazos o con las manos manchadas de papilla. Los audios se convirtieron de pronto en un invento de lo más práctico, cuando siempre me habían parecido absurdos (para ir cruzándose mensajes de voz, mejor llamar por teléfono, ¿no?) y sobre todo fastidiosos (hay gente que se enrolla que da gusto). También empezaron a serme útiles en el coche. De pronto podía aprovechar mis constantes trayectos del Maresme a Barcelona –que es cuando más me acuerdo de la gente que me quiere— para organizar una cena, cerrar algún asunto familiar o explicarle a algún amigo cuán desastrosa había sido mi última cita.

“Los mensajes de voz, a diferencia de los mensajes de texto, dejan menos margen para las malas interpretaciones”, escribe Geraldine Carton, periodista especializada en creatividad e industrias culturales de la revista irlandesa IMAGE. Según Carton, “el tono” se puede descifrar más fácilmente en una nota de voz. Por ejemplo, podemos detectar al instante si las palabras van acompañadas de sarcasmo, desprecio o burla.

Además de su practicidad (un mensaje que te llevaría a estar dos minutos al teclado, dada tu escasa agilidad con los dedos y que no ves tres en un burro de cerca, ahora solo te cuesta 20 segundos), los mensajes de voz son también muy adecuados cuando la persona con la que quieres comunicarte vive en el extranjero, en una zona horaria diferente. Eso no quiere decir que los amigos que se encuentran a tiro de piedra no puedan adoptar esta forma de comunicación, “dando rienda suelta a sus egos relativos mediante monólogos autodirigidos adornados con cualquier reflexión, revelación o paja mental que deseen”, añade la periodista irlandesa.

Pero, lo más importante de todo, según Carton, es que las notas de voz nos permiten escuchar nuestra propia voz. Esta función de “escucha” alimenta, una vez más, nuestro narcisismo interior (“¡Puaj!, ¿es así como sueno realmente?”) y, en un nivel más introspectivo, entender cómo pueden interpretarse nuestras palabras.

Por otro lado, la necesidad de tener más conexiones personales durante los meses de confinamiento también ayudaría a explicar el boom de los mensajes de voz. “Los mensajes de audio son ahora nuestro servicio más popular. Cada día se envían más de 7.000 millones de audios en todo el mundo”, declaró hace unas semanas Zafir Khan, director de productos de consumo de Whatsapp, a The Wall Street Journal. Este mismo medio informaba que Bumble, una popular aplicación de dating, decidió introducir la opción de envío de mensajes de voz durante la pandemia, y los usuarios la adoptaron enseguida, ya que les permitía establecer conexiones más profundas sin dar el salto a una llamada.