Las administraciones públicas han hecho innumerables méritos para que los ciudadanos desconfíen de ellas, en general y sin entrar en detalles. La sospecha de su incompetencia se dispara ante una emergencia, circunstancia muy apropiada para la desinformación, factor que actúa de multiplicador del estado de conjetura de lo que está pasando; de ahí al alarmismo hay un milímetro.  Ante un accidente mortal como el sucedido en la petroquímica de Tarragona siempre se presupone que se podía haber hecho mejor y en todo caso, de forma diferente; sin hacerse ilusiones, en ningún caso, los responsables se ahorrarían las críticas por exceso o por defecto.

La explosión en la empresa IQOXE y la proyección de una tonelada de hierro contra un edificio situado a tres kilómetros de la factoría siniestrada han causado tres muertos y ocho heridos. Una tragedia cuyas causas deberán ser investigadas al igual que el funcionamiento de los protocolos de seguridad. Las autoridades no hicieron sonar las sirenas por no existir peligro de nube tóxica y decretaron un confinamiento parcial por un corto espacio de tiempo, emitiendo así un mensaje confuso que no tranquilizó a nadie.

La pregunta es obligada en plena polémica sobre la adecuación de las medidas tomadas: si las sirenas hubieran sonado y se hubiera confinado a la comarca entera durante toda la noche, ¿en qué habría modificado el resultado del accidente? En nada, porque lo sucedido ya era inevitable y la nube tóxica realmente nunca se produjo.

En estos momentos, el sentido de la polémica sería en sentido contrario: exceso de celo de la administración que causó un alarmismo innecesario entre la población dado que no existió amenaza tóxica. También se exigiría una revisión de los protocolos y una investigación sobre la decisión para que no se volviera a repetir. Por descontado, habría quien recordaría que es mejor prevenir que curar, como ahora hay quien defiende la prudente decisión de no causar pánico de forma innecesaria.

La cuestión es que la administración siempre sospechosa de actuar mal tiene el deber de saber hallar el punto de equilibrio entre precaución y alarmismo y debe tomar la decisión en unos minutos, según unos protocolos vigentes y a riesgo de no ajustar plenamente en la eficaz medida de su aplicación. Esta es su responsabilidad y su obligación, no hay motivo para compadecerlos, aunque si habría razones para preocuparnos por el desapego ciudadano y la sospecha permanente de la incompetencia de las autoridades.

El derecho a la crítica está garantizado, sea justa o injusta, oportuna o oportunista. Cuando hay víctimas, la emotividad o la indignación pueden condicionar las reacciones instantáneas a las que se lanzan afectados, interesados y observadores habituales. Todo eso ya lo sabemos, pero las escenas se repiten a cada incidente, aunque nadie puede dudar que la investigación de las causas de un accidente de tal magnitud exige tiempo y serenidad, al igual que la evaluación de la reacción de los responsables de seguridad.

Sea cual sea la conclusión del informe de investigación sobre este accidente, lo que no se va a modificar tan fácilmente es la configuración del territorio y la peligrosidad objetiva de la misma, se supone que bien evaluada por los protocolos de seguridad. La concentración de la industria petroquímica en el entorno de Tarragona, en la cercanía de un potente equipamiento turístico y no tan lejos de las nucleares de Ascó y Vandellós implica un riesgo conocido y asumido por los planificadores, relativizado socialmente por las ventajas económicas de tal concentración de empleo e intocable a corto y medio plazo por la logística de transporte y comunicaciones creada a partir de su existencia.

Esta es la realidad sobre la que reflexionar, no cuando hay una tragedia, sino en la frialdad de poder contraponer los supuestos beneficios y los evidentes riesgos de este modelo de país.