Quinto día de una invasión anunciada y a todas luces deleznable, como deleznable es siempre la violencia del totalitario en la prosecución de sus objetivos; aunque en esta ocasión en mayor medida si cabe, porque la huella que este estrago a paso de la oca ruso deja en la retina es puro surrealismo. Vladímir Putin, un plutócrata perpetuado en el poder mediante el fraude, el buen uso del polonio y la defenestración del disidente, un auténtico hooligan con ínfulas jingoístas aplaudido por unos cuantos cafres de puñito alzado, ha pisoteado el derecho internacional y todas las reglas del tablero de juego democrático al lanzar sus tanques y tropas contra Ucrania, un país hermano, eslavo, libre y soberano, acusando --y en eso reside el surrealismo del asunto-- al Gobierno presidido por Volodímir Zelenski de ser un régimen nazi y genocida, dedicado en cuerpo y alma al exterminio de la población prorrusa de las autoproclamadas repúblicas independientes de Donetsk y Lugansk.

Soñaba nuestro matasietes, cual emperador en su cámara de la guerra, con una Blitzkrieg, con una fulgurante guerra relámpago. Llevaba mucho tiempo planificando la operación, a la espera de la ocasión más propicia, desde la absorción de la República de Crimea y la ciudad de Sebastopol en la Federación Rusa en 2014. Nada podía salir mal en sus cálculos. El éxito estaba asegurado, porque ninguna fuerza militar podría detener el avance inexorable de su formidable maquinaria bélica, y, además, la actitud pusilánime de Joe Biden, la molicie de ese club de negocios decadente que es la Unión Europea, y la herrumbre operativa de una OTAN de capa caída, parecían servirlo en bandeja de plata. Sanciones a mí...

Y creo no equivocarme si digo que a todos nos invadió, de entrada, la sensación de estar asistiendo a un hecho consumado, irreversible, ante el cual nadie movería un dedo ni saldría de su zona de confort. Al menos así fue durante las primeras horas de la agresión. Mientras los cazas y helicópteros violaban el espacio aéreo ucraniano, mientras silbaban los primeros misiles y comenzaba a escucharse, aquí y allá, el tableteo de las ametralladoras, veíamos estupefactos, y en alta definición, cómo los colores de la bandera de Ucrania, la víctima propiciatoria, el cordero sacrificial destinado a saciar a la bestia, teñían e iluminaban, en señal de solidaridad, sedes de organismos oficiales, parlamentos y monumentos emblemáticos de todo el planeta. Parecía que todo se limitaría a entonar por enésima vez el Imagine de John Lennon; a unas cuantas condenas internacionales sin recorrido; y a millones de corazoncitos partidos y caritas desoladas en las redes sociales... ¡Y, ah, sí, a las cacareadas sanciones! Unas cuantas, y muy duras, empezando por azotar la espalda del oso ruso con unas varas de sarmiento y por congelar las cuentas de un puñado de oligarcas.

Gracias al cielo no ha sido así. Por una vez, ¡albricias!, parece que el mundo ha reaccionado sin fisuras, ha despertado, tomando conciencia de que lo que ha hecho este demente --y no el pueblo ruso, que lo sufre y mucho-- es de una gravedad extrema; una calamidad que puede escalar la tensión mundial hasta situarnos a todos en un nivel 3 de alerta nuclear en la escala Defcon --Putin ya ha dado orden de pasar del nivel 5 de normalidad al 4-- que debe ser parada por todos los medios, sin reparar en el coste que pueda suponer por alto que sea.

Ahora mismo, en medio de un incesante bombardeo informativo, ya sabemos que entre otras muchas medidas esas sanciones incluyen el bloqueo de cientos de miles de millones de dólares en depósitos fuera de Rusia de los principales oligarcas del régimen; que se prohíbe la exportación de componentes tecnológicos; se suspende la concesión de visados; queda prácticamente cerrado todo el espacio aéreo europeo, aguas territoriales y muchos puertos a la aviación comercial y privada y a los buques de ese país; también el veto a las emisiones de cadenas de televisión, radio y redes sociales a fin de evitar la desinformación y la guerra por el relato; la exclusión de Rusia en eventos culturales y deportivos y el bloqueo selectivo del código Swift (también denominado BIC) a diversas entidades financieras y bancos rusos.

La pregunta clave, esencial en este punto es: ¿Funcionará toda esa batería de medidas punitivas a medio plazo obligando a Putin a reconsiderar su estrategia?

De entre todas las medidas adoptadas, la que podría causar mayor estrago en la economía rusa de ser aplicada a todos los niveles, y no de modo parcial o selectivo, es el bloqueo del código Swift. Cuando se utilizó en Irán paralizó el 40% de su comercio exterior y supuso un impacto tremendo en el PIB del país. No olvidemos que la exportación y comercio de hidrocarburos se monetiza en dólares. Pero no menos significativo es el hecho de que hemos entrado en esta crisis de forma muy distinta. La deuda de Rusia sobre su PIB es del 19%, mientras que la de Estados Unidos supone un 133% y la de la UE un 90%. Además, y eso demuestra hasta qué punto Putin lleva tiempo planificando esto, las reservas de divisas de Rusia rondan los 638.000 millones de dólares, con poca exposición al dólar (un 16,4%) del que se ha ido desvinculando paulatinamente desde 2014, centrándose en acumular euros (32,5%), oro (22%) y yuanes (más del 13%). Los datos son de junio de 2021, facilitados por el Banco de Rusia.

De entrada la cotización del rublo ha caído más de un 28% debido a las sanciones. Pero no nos equivoquemos, porque Rusia tiene aguante como para soportar la acometida, y aunque las medidas sean efectivas perjudican a toda la economía en general. No olvidemos que muchos países europeos, con Alemania a la cabeza, dependen del gas ruso. Ahora mismo el panorama económico se tambalea, obligando a los bancos centrales a replantear estrategias: o controlar la inflación (en España, ahora mismo, es del 7,4%) o ir a recesión por subida de tipos. Más de un analista calcula que el impacto de la invasión de Ucrania se puede llevar por delante el 1% o incluso más del PIB mundial y dejarnos una inflación galopante.

Mientras Emmanuel Macron avisa a los franceses de que el conflicto puede ser largo y duro, y la UE emplea fondos para nutrir de armas y material defensivo al ejército ucraniano; mientras Volodímir Zelenski urge a Bruselas a integrar a su país de inmediato en la Unión Europea, y a la espera de saber qué resultado arroja la mesa de negociación entre agresores y agredidos en Gómel, en la frontera con Bielorrusia, solo cabe esperar y rezar. Y acoger a los más de 300.000 ucranianos que han cruzado la frontera huyendo de la guerra. 

Tal vez en un histórico error de cálculo Vladimir Putin haya topado con su Vietnam particular, y su sueño de una rápida ocupación y control del país trocarse en una guerra de guerrillas enquistada e irresoluble en el corazón de Europa, o en algo infinitamente peor: un conflicto generalizado a gran escala. 

Crucen los dedos. No me despido como siempre suelo hacer deseándoles que sean felices, porque ahora mismo sería una broma de muy mal gusto.