Se suceden las encuestas sobre las preferencias de los españoles en torno a la jefatura del Estado. La crisis provocada por los escándalos del rey emérito y el proyecto político de parte de la izquierda y de los independentistas, que pasa por derribar la Constitución y el régimen del 78, hacen imposible una tregua partidista para afrontar los gravísimos problemas a los que se enfrenta a España: una pandemia con más de 56.000 fallecidos y un declive económico que amenaza con llevarse por delante los frágiles cimientos del sistema productivo.

En el actual debate sobre la monarquía y la república llaman la atención varias cosas: la primera, que los que reivindican el uso del art. 92 CE --previo a la reforma constitucional del art. 168 CE-- para preguntar a la ciudadanía sobre el tema, desconozcan la actual doctrina del Tribunal Constitucional por la cual no caben consultas referendarias “sobre asuntos que haya resuelto el poder constituyente”, como es el caso. Gustará más o menos, pero esa es la posición del Tribunal a raíz de la profusa jurisprudencia elaborada como consecuencia del procés independentista y ese es el marco formal desde el que hay que partir para no engañar a nadie.  

Más llamativa resulta, sin embargo, la presentación de la república como una cuestión de evolución democrática de la sociedad española. Existe un libro de Pierre Rosanvallon donde se explica con claridad que la legitimidad democrática no deviene solo del principio electivo: hay ámbitos del Estado, como el poder judicial o la administración pública, que no son elegidos por los ciudadanos y los entendemos plenamente democráticos en tanto en cuanto están sometidos al principio de legalidad. Ahora que está de moda tirar piedras contra la meritocracia, sería el momento de que algunos fueran consecuentes con la democracia esencialista que reivindican y propongan sortear todos los puestos que tengan conexión con la cosa pública: desde el jefe del Estado al catedrático de universidad.

En tercer y último lugar, destaca la ignorancia que se muestra no tanto sobre la Corona, como cuanto la función que cumple en el marco del Estado constitucional: el rey es jefe del Estado (art. 56.1 CE). Y hete aquí que en alguna de las encuestas, los españoles parecen preferir un jefe del Estado “elegido por los ciudadanos y con amplios poderes” a un monarca hereditario. Esa preferencia puede tener tres orígenes: el descrédito de la propia Corona, la nebulosa mental provocada por la memora histórica (idealización de la II República) y la agit-prop intelectual que viene denunciando que en 1978 “se cerró en falso el asunto de la jefatura del Estado”.

Esta última afirmación tiene cierto dolo cuando procede de militantes de izquierda. En tiempos de coherencia ideológica un marxista habría dicho que la república era un instrumento para garantizar el modelo de acumulación burgués y capitalista: por eso no se habría dejado engañar por los fuegos artificiales sobre la forma de gobierno y por eso Carrillo y el PCE no plantearon batalla en torno al asunto de la Corona. Un materialista sabe que la monarquía parlamentaria, donde el jefe del Estado pasa a ser un símbolo, no deja de ser la consecuencia de una transformación más amplia en la que el Estado se define como “social, democrático y de Derecho” y propugna como valores superiores del ordenamiento la libertad, la igualdad, la justicia y el pluralismo político (art. 1.1 CE).

No extraña, por tanto, que si uno repasa el libro de Menéndez Rexach sobre la jefatura de Estado en la historia del derecho público español (año 1979), llegue a la conclusión de que la posición teórica del órgano en el sistema no respondiera al conflicto sobre la atribución nominal de soberanía (Cortes o monarca), sino a la insuficiente modernización del Estado desde varios puntos de vista: la afirmación del parlamentarismo, la limpieza electoral y la universalización del sufragio, la articulación territorial y los graves problemas de redistribución. Observen la Constitución de 1931: fue el primer intento serio de modernización del Estado --la misión civilizatoria que le imputa Azaña-- que sin embargo acudió a una forma de gobierno dualista en la que la jefatura del Estado fuerte debía contribuir a integrar una sociedad desgarrada. El fracaso fue estrepitoso, como lo fue Weimar con un modelo similar.

Así las cosas, el cuestionamiento de la actual jefatura del Estado se entiende mejor desde otro prisma: no el de la mayor democratización de los órganos constitucionales, sino el de los discursos antiparlamentarios y el de la presidencialización rampante del sistema político español. El actual debate sobre la monarquía y la república quizá tenga un ángulo ciego que no se refleja en la opinión pública: el fortalecimiento de un cesarismo que sueña con hacerse con la jefatura del Estado para volver a tiempos que creíamos periclitados.