El desastre en Cataluña es de tal magnitud y la incompetencia del Govern Torra/Aragonès se ha hecho tan evidente que cualquiera pensaría que el resultado de las próximas elecciones autonómicas, si finalmente se celebrasen en otoño, está decantado de antemano a favor de un cambio de mayorías. Es verdad que hay temor entre el independentismo a que la nefasta gestión sanitaria de la pandemia tenga efectos electorales que las encuestas aún no reflejan por el peso de la inercia, con un incremento de la abstención entre el votante soberanista como forma de castigo en un momento en que la independencia ni está ni se la espera. Por eso algunos sectores, tanto gubernamentales como de JxCat o de la ANC, están presionando para que Torra no disuelva en agosto e intente llegar a un acuerdo con los republicanos antes de su inhabilitación para disponer de un año de prórroga, hasta finales de 2021, con otro president en el Palau de la Generalitat.

Llegamos a finales de julio con el escenario electoral sin aclarar y con otro gran interrogante también por resolver, el que facilitaría seguramente salir del bucle actual. Si el PDECat rompiese con Carles Puigdemont y acabara presentando una candidatura electoral con otros grupos como el PNC de Marta Pascal, sería difícil que JxCat, ERC y la CUP sumasen mayoría absoluta. Parece que la ruptura está en marcha y es inevitable, pero no hay que descartar una última pirueta del expresident fugado que minimice el daño entre sus filas. En cualquier caso, no es suficiente con que el Govern de Quim Torra y Pere Aragonès lo haga mal o muy mal para que los suyos no les voten. Tampoco con que se produzca una escisión en el espacio posconvergente para garantizar que en Cataluña se pasa página al desastre actual en la próxima legislatura. Es necesario que en el otro lado haya una alternativa con fuerza y ganas, creíble y reconocible para una mayoría de los catalanes.

En diciembre de 2017, Cs con Inés Arrimadas de candidata supo concitar esa esperanza. Lo prueba que ganó las elecciones, si bien el bloque separatista volvió a sumar en medio de un clima muy tensionado por el encarcelamiento de la mayoría de los líderes del procés y la huida de Puigdemont a Bélgica, que rápidamente se convirtió en el héroe gamberro del separatismo gracias a la negativa de la justicia de ese país a conceder a España su extradición. El éxito del partido naranja fue flor de un día y pronto entró en vía muerta. Albert Rivera lo condujo con mucho empeño hacia al desastre electoral en las generales, y Arrimadas intenta ahora devolverlo a una senda reconocible como fuerza pragmática de centro liberal. Pero en Cataluña es demasiado tarde para que Cs recupere la posición privilegiada que ocupó al final del procés. Lorena Roldán y otros dirigentes del partido asumen como inevitable una estrepitosa caída que dejará en poca cosa esos fabulosos 36 diputados que obtuvieron en diciembre de 2017. A su derecha, al PP catalán no le pudo ir peor hace dos años por culpa de la inoperancia de Mariano Rajoy, y Alejandro Fernández cuenta ahora con doblar esos pobres resultados gracias al acierto de sus intervenciones parlamentarias. Aun así tendrá que batallar duro ante la aparición de Vox como se ha visto en Euskadi, donde un frente constitucionalista de derechas con un cabeza de lista “duro” como Carlos Iturgaiz no ha podido evitar el estreno de la extrema derecha en el parlamento de Vitoria.

Por tanto, es al PSC de Miquel Iceta a quien corresponde esta vez jugar el papel de alternativa. En 2017 fracasó porque la polarización era enorme y una parte de su potencial electorado no le daba credibilidad como fuerza de oposición al separatismo. Se presentó con un discurso de superación de los bloques cuando estábamos todavía en la Cataluña del blanco o negro, incorporó a los nacionalistas moderados de Units per Avançar y metió la pata la última semana de la campaña propugnando el indulto para unos presos que todavía no habían sido ni enjuiciados ni condenados. Pero las cosas desde entonces han cambiado mucho, sobre todo en la política española con un Gobierno de izquierdas encabezado por Pedro Sánchez y las terribles consecuencias que a todos los niveles nos deja la pandemia, que tendremos que sobrellevar como podamos hasta la ansiada vacuna. En Cataluña, incluso entre no pocos independentistas, hay agotamiento y es difícil negar que hemos perdido una década con el dichoso procés, que solo nos ha dejado división social y decadencia económica.

El PSC tiene ahora la oportunidad de liderar ese cambio con un programa potente y mensajes claros, pero Iceta como candidato a la Generalitat tiene que arriesgarse más, aprovechando todo el tiempo cada oportunidad. El exceso de  prudencia y corrección lo invisibiliza. El mayor riesgo para los constitucionalistas (autonomistas o federalistas)  es que las próximas elecciones se reduzcan a un pulso entre Junqueras y Puigdemont por la hegemonía del espacio soberanista, a una disputa de familia por el poder. Si esa dinámica se impusiera sería terrible en términos de desmovilización, pues podría dar al independentismo una mayoría más crecida por incomparecencia del adversario. Sobre el líder de los socialistas descansa la responsabilidad de pegar una patada al tablero, o cuantas hagan falta, que nos libre del mal Govern y ponga fin al procés, cierre el surrealista epílogo actual que representa Torra y evite la prórroga con la que nos amenazan tanto Puigdemont como Junqueras para mantener encendida la llama secesionista.