No lo interpreten como un intento de laminar la libertad de expresión. Nada de eso. Pero viendo el tono agresivo de las cosas que ocurren en nuestro país, creo que toca reflexionar. Conviene hacerlo con urgencia sobre los grandes temas económicos, jurídicos y sociales; cierto, pero también acerca de los eventos, liturgias y simbolismos varios que nos conciernen como ciudadanos. Asuntos estos últimos considerados como menores, pero importantes para garantizar la convivencia.

Hace apenas una semana, el presidente, Pedro Sánchez, fue abucheado por un sector del público cercano a la tribuna de autoridades dispuesta para presenciar el desfile de las Fuerzas Armadas del 12-O. El pasado mes de septiembre, con motivo de la celebración de la Diada, Pere Aragonès y su séquito fueron recibidos con insultos y descalificaciones. Los que vociferan e increpan a políticos están ejerciendo uno de nuestros derechos reconocidos democráticamente; de acuerdo, pero instituciones, partidos y gentes sensatas deben saber deslindar lo que es solemne de lo que es la brega política de todos los días. Lo que de forma recurrente sucede todos los 12-O y los 11S no es de recibo mande quien mande. Tanto una jornada como la otra tienen, al menos en teoría, un carácter festivo que no debería perderse ni despreciarse. Los movimientos sociales, sindicatos, partidos y ciudadanía en general poseen foros suficientes para hacer oír su voz y canalizar sin límites enfados o protestas.

Cuando en 1892 la reina regente María Cristina de Habsburgo, a propuesta de Antonio Cánovas del Castillo, mediante decreto declaró fiesta nacional el 12 de octubre lo hizo para rememorar el descubrimiento de América. Ignoraba, como es obvio, que esa jornada se iba a convertir en el Día de la Raza y que, posteriormente, de la mano de Zacarías de Vizcarra y Ramiro de Maeztu sería llamada de la Hispanidad. Fue en 1987 que se estableció como día de la Fiesta Nacional de España archivando anteriores consideraciones.

No obstante, creo que ha llegado el momento de repensar los contenidos, el formato y los rituales de las fiestas nacionales. Y no solo para que dejen de ser una pasarela de políticos sometidos al insulto y el escarnio, sino también para reflexionar sobre la apropiación indebida de banderas, símbolos e himnos. Ni la españolidad, ni la catalanidad son patrimonio de unos pocos escogidos. Cada uno las vive, las siente y las celebra a su manera. El vicio de estigmatizar a los adversarios, achacándoles escaso fervor patriótico, lo practican a granel tanto los independentistas más irredentos como la derecha española más montaraz. Se da incluso el caso de que algunos que van de liberales (pienso en Carlos Carrizosa) en lugar de solucionar sus cuitas se entretienen en investigar quién acude, o no, a una manifestación. La ministra de Defensa Carme Chacón planteó en su época la necesidad de repensar los rituales del 12-O. El president Pasqual Maragall intentó lo mismo con la Diada tras contemplar con estupor, un 11 S, cómo un grupo de descerebrados amenazaba de muerte a militantes del PP. Pero el tema de fondo sigue siendo la apropiación en exclusiva que pretenden algunos de algo –etéreo si se quiere— que pertenece a todos. Si los sentimientos, los símbolos y banderas pasan a constituir patrimonio de parte, tenemos un problema serio en Cataluña y España. En ese caso que a nadie le extrañe oír a más de un hastiado tararear La mala reputación de Georges Brassens, en versión de Paco Ibáñez, la que dice: “Cuando la fiesta nacional yo me quedo en la cama igual”.