Cualquier docente que estuviera en activo en Cataluña durante el año 2014 sabe cómo se organizó el llamado “proceso participativo” del 9N. Por tanto, cualquier docente sabe que el poder político utilizó al colectivo, bajo la máscara del voluntariado, como parapeto para intentar eludir la responsabilidad civil o penal de la organización de aquella consulta. No hubo directrices oficiales, porque todos conocemos cuál fue el modus operandi del independentismo durante aquellos años. Pero hubo directrices desde arriba. Y, sin embargo, ante tan palmaria utilización, muchos docentes aceptaron el juego encantados. 

También fue determinante el papel de los centros educativos en la organización del referéndum del 1-O. Así como decisiva fue la reacción de los docentes en los días posteriores: a mi hijo mayor, que tenía ocho años entonces, le hablaron en clase de lo que había ocurrido el día anterior, y llegó a casa preguntando por qué la policía pegaba a gente inocente; en mi centro de trabajo, la mayoría de mis compañeros, en medio del horario lectivo, salieron al patio, junto con sus alumnos, a protestar por la actuación de la Policía Nacional y la Guardia Civil durante el referéndum. 

El mensaje que lanzó el colectivo docente ante sus superiores durante aquellos dos acontecimientos fue claro: estamos al servicio de vuestra causa, estamos a vuestra entera disposición para secundar vuestro proyecto político, estamos para lo que mandéis. Y el poder político tomó nota de aquella actitud servil: los tenemos comiendo de nuestra mano, debieron de pensar. Mención especial merece la actuación de la mayoría de sindicatos, siempre --entonces y ahora-- alineados con las reivindicaciones “nacionales”, siempre difundiendo a través de correos electrónicos a la comunidad educativa gran parte de la propaganda nacionalista.

Sirva este preámbulo para contextualizar el verdadero objeto de análisis de este artículo: la huelga de cinco días que han convocado los sindicatos de educación catalanes para esta segunda quincena de marzo y que empieza este martes. Las demandas son varias. Algunas han sido formuladas con insistencia en los últimos años, como la recuperación del horario lectivo anterior a los recortes de 2010, la retirada del Decreto de Plantillas de 2014 o la reducción de las ratios en las aulas. Otras reivindicaciones tienen que ver, sobre todo, con el nuevo currículo, que profundiza en la deriva de la educación competencial, y con el nuevo calendario escolar, que avanza una semana el inicio de las clases. Esas eran las líneas maestras del primer comunicado conjunto que anunciaron los sindicatos convocantes. Y, en esos términos, yo, por ejemplo, me planteé seguir la huelga.

Sin embargo, en el comunicado definitivo se añadió un punto: la exigencia al Departamento de Educación para que asuma la defensa de la inmersión lingüística. Y esa exigencia no deja de ser muy reveladora de la anomalía que se vive en la enseñanza catalana, porque se presenta como reivindicación lo que no es sino alineamiento con la política del Departamento: el propio Gonzàlez-Cambray envió un correo a los directores de los centros animándolos a desobedecer la sentencia del 25% de horas en castellano y prometiéndoles amparo.

Cualquiera de los otros puntos del comunicado son enmiendas a las políticas educativas llevadas a cabo hasta ahora, algo lógico en una convocatoria así. Pero la defensa de la inmersión supone avalar una política nuclear del departamento desde hace más de cuarenta años. Se pregunta uno cómo en una huelga puede figurar como reivindicación lo que la administración contra la que se protesta ha garantizado siempre. Y también se pregunta uno en qué afecta a nuestros derechos laborales el hecho de que haya que impartir alguna asignatura más en castellano. Por no hablar de cómo esa defensa de la inmersión va en contra de una sentencia judicial y de los intereses de los alumnos castellanohablantes, quienes --no me cansaré de repetirlo-- obtienen peores resultados académicos que los alumnos catalanohablantes.

Esas preguntas, por supuesto, son retóricas. La defensa de la inmersión en esta huelga se explica volviendo a lo que he referido al inicio: los sindicatos, en Cataluña --salvo algunas excepciones como CSIF o AMES, sin demasiada capacidad de movilización-- son una palanca más del poder nacionalista. Y, en esas circunstancias, los profesores no nacionalistas sentimos que ni siquiera podemos ejercer nuestro derecho a la protesta porque su ejercicio, como en la huelga convocada, implica asumir algunos de los principios del nacionalismo y resignarse a la utilización espuria que probablemente haga el propio Gobierno catalán de esa reivindicación concreta, enarbolando la bandera del supuesto consenso de los docentes con respecto a la inmersión. Los docentes no nacionalistas en Cataluña estamos desamparados. Y quizás sería el momento de pensar en organizarse de algún modo para que nuestras demandas también tuvieran voz.