Los acuerdos con los partidos citados en el título levantan ampollas de un signo o de otro, según quien trate con ellos. Lo hemos visto, por ejemplo, en la negociación de los Presupuestos Generales del Estado o en los pactos para los gobiernos de las Comunidades de Andalucía, Madrid y Murcia. Aun representando extremos radicalmente opuestos esos partidos comparten, mal que les pese, algunos posicionamientos.

Los tres partidos anuncian objetivos programáticos anticonstitucionales: los independentistas la voluntad de secesión de territorios, la extrema derecha la supresión de las Autonomías; y todos, con más o menos ahínco, incitan al incumplimiento de leyes democráticamente aprobadas, desprecian derechos fundamentales o rechazan instituciones del Estado.

Y no obstante, son partidos constitucionalmente aceptados, algo que parece contradictorio en términos jurídicos y también desde el sentido común.

¿Cómo se explica y por qué se acepta esa contradicción que distorsiona nuestra vida política?

Tal paradoja puede considerarse una debilidad de la democracia, una relativización o una riqueza de ésta, depende de la utilización que se haga de ello.

Según el Tribunal Constitucional, sólo cabría ilegalizar aquellas asociaciones --partidos políticos incluidos-- que tengan por objeto cometer delitos o empleen medios violentos para sus fines, aunque sean lícitos. Así lo restringe el artículo 515 del Código Penal, bien que en su apartado 4 añade como causa de ilegalización la incitación al odio, hostilidad, discriminación o violencia contra determinadas personas o grupos. Vía ésta todavía no explorada por el Tribunal.

La nuestra no es una democracia militante --a diferencia de la alemana-- y eso conlleva que se puedan usar sus libertades para pretender objetivos anticonstitucionales. Es lo que practican, constantemente, los independentistas y, en ocasiones, Vox.  

La Constitución Española (CE) no exige una adhesión ideológica hacia sus principios fundamentales. Bajo su amparo se puede ser independentista, racista o partidario de la reimplantación de la pena de muerte e intentar llevar a la práctica esas ideas siempre que se respeten los procedimientos constitucionales para su logro.

El “cordón sanitario político” a los partidos en cuestión carece de cobertura constitucional. Las complicidades y acuerdos con ellos dentro del marco constitucional son lícitos y sólo están expuestos a la condena moral, al reproche intelectual y al juicio de los electores (la crítica política ya la hacen los partidos adversarios).

Nuestros constituyentes tuvieron muy presente la Ley Fundamental alemana de 1949 (LF), hasta el punto de que el artículo 155 de la CE es una transcripción del artículo 37 de la LF. No siguieron, en cambio, el modelo de la “cláusula de eternidad” del artículo 79.3 de la LF. Esta cláusula establece que “será ilícita toda modificación” de los principios relativos a la dignidad del ser humano, a la aplicabilidad directa de los derechos fundamentales y a la existencia territorial de la República Federal, organizada como Estado democrático, social y dividido en estados diferenciados (los Länder).

En Alemania los partidos con objetivos programáticos que vayan contra los principios “eternos” de la LF son inconstitucionales.

Con una cláusula parecida en nuestra Constitución nos habríamos ahorrado muchos sinsabores políticos, incluso el procés.

La incorporación a la CE de una “cláusula de eternidad”, que impidiera la modificación de la naturaleza democrática avanzada, social y autonómica de nuestro Estado, aportaría notable estabilidad a nuestro sistema político.

Pero una cláusula así nunca será aceptada por los partidos independentistas --tampoco por Vox--, por lo que el consenso con ellos para una reforma constitucional en esa dirección es prácticamente imposible.

¿Qué podemos hacer? Acomodarnos lo mejor posible a una suerte de inestabilidad permanente, tratando de controlar sus efectos perniciosos, o trabajar democráticamente para la reducción de la base social de los extremos y, por lo tanto, de su representación parlamentaria.

Por supuesto que la opción racional es la reducción de los extremos hasta su mínima expresión.  

Arduo trabajo éste si consideramos que esos partidos sumaron conjuntamente en las últimas legislativas más de siete millones de votos y, si se añaden los de partidos similares (JxCat, CUP y BNG), se rozan los nueve millones y medio de votos.

Por su parte, los secesionistas levantan un muro aislante frente a los partidos no independentistas (véase como muestra el discurso agresivo contra el PSC).  Lo necesitan imperativamente para subsistir, sin el muro pierden el esencialismo del que viven; agrietar pues el muro ya es una forma de reducción.