A la vez que Pedro Sánchez realizaba una comparecencia donde volvía a reclamar disciplina social y unidad frente a la crisis del coronavirus, me llegaba al móvil un vídeo donde se hacía un recorrido a los grandes desafíos que Italia había tenido que ir abordando en el último siglo: guerras mundiales, mafia, terrorismo y otros fenómenos naturales de inusitada gravedad. En muchos de ellos, la nación transalpina se ha enfrentado a la situación con gran entereza y solidaridad. Lamento decir que es improbable que, llegados incluso a la situación de absoluta excepcionalidad decretada por el primer ministro Giuseppe Conte, en España podamos tener al día de hoy un momento de patriotismo que nos permita salir del atolladero pandémico en el que nos hemos metido.

Para apelar al patriotismo desde el poder resulta imprescindible, primero, que las instituciones respeten a la sociedad sobre la que descansan. Ese es el fundamento de la famosa posmodernidad: la legitimidad se obtiene de la propia ciudadanía y sus intereses, no de otros criterios teleológicos y metapolíticos incompatibles con el pluralismo democrático.

El espectáculo de ver a miembros del ejecutivo manifestándose y gritando proclamas el domingo pasado pasará a la historia de los desatinos morales de este país. Es la alteración del orden lógico de los factores que dan sentido a cualquier poder público normalizado: son los gobernantes los que protestan en la calle contra la sociedad y no a la inversa. Un inmenso hallazgo el nuestro, con antecedentes históricos que mejor no mentar.

Dirán que esta es una crítica demagógica. Lo acepto a medias: las manifestaciones se hicieron contra el criterio de la Agencia de Salud Pública Europea. Pero viene al caso porque lo ocurrido el fin de semana pasado muestra el desfondamiento al que hemos llegado. Solo la crisis paralizante, el desasosiego colectivo y las religiones políticas que nos han metido en la cabeza, impiden pedir explicaciones a las administraciones y dirigentes que a todos los niveles --también el privado-- debieron tomar medidas con respecto a los eventos multitudinarios y coordinarse para tomar decisiones que, aunque impopulares, intentaran atajar el crecimiento descontrolado del coronavirus.

Hablemos de la sociedad del riesgo. España ha sido incapaz de construir en los últimos treinta años un cementerio nuclear donde mandar los residuos de las centrales aún en funcionamiento. El Estado en nuestro país no tiene territorio donde llevar a cabo proyectos de interés general: como lo oyen. Estábamos a otras cosas, claro. Habíamos creído entender mejor que nadie a Hegel y Kojève y durante la última década nos hemos dedicado a las políticas de reconocimiento de identidades diversas.

El fin de la historia no era trabajar sobre la innovación tecnológica, la mejora de la productividad o las fuentes de energía alternativas. El fin de la historia era contar naciones, romper consensos y crear nichos de ira sobre los que cabalgar electoralmente la indignación. Creo que algunos científicos sociales llaman a esto, sin que se les caiga la cara de vergüenza, tacticismo y realismo.

Es probable que aquellos países en los que el acercamiento a la modernidad reflexiva y sus consecuencias negativas se ha realizado a través de paradigmas de prudencia política y prevención, puedan encarar mejor la catástrofe económica y sanitaria que se avecina.

De momento, parece demostrarse, como previó Hans Jonas para el marxismo, que el modelo autoritario practicado en Asia, está siendo capaz de gestionar mejor las consecuencias de crisis sistémicas como el coronavirus. No se trata, ni mucho menos, de desprestigiar la experiencia demoliberal, pero la disciplina social que reclamaba Sánchez solo es posible en países altamente cohesionados desde el punto de vista cultural y administrativo. España, que se ha dedicado a dividirse intensamente en todos los frentes durante los últimos años, no está en las mejores condiciones.

Ahora nos acordaremos de lo importante que era desarrollar en el corazón de la ciudadanía el principio de responsabilidad. Como ya explicó Jaspers (hay vida más allá de Isaiah Berlin), el individuo tiene que disfrutar una cierta libertad dominada que le haga consciente de su existencia. En nuestro país el republicanismo se ha identificado con un antimonarquismo asambleario.

Sin embargo, la noble tradición política aludida hunde sus raíces en la idea de que el ciudadano debe hacerse responsable de sus actos y participar activamente en el Estado a través de la tareas cívicas que la ciudad política le demande. Hoy, más que nunca, tenemos que estar unidos y procurar hacer aquello que ayude a la consecución del bien común: a lo mejor, con esta crisis, descubrimos que necesitamos una nación y que no solo tenemos derechos sino obligaciones importantes que no podemos soslayar. Pero tampoco es seguro.