Pensamiento

Singularidad versus superioridad

23 octubre, 2014 08:38

La habilidad del independentismo marrullero para colocar las palabras adecuadas en el momento oportuno es sorprendente, pero mucho más lo es que la mayoría se deje enredar y no se entere de qué va la farsa. Ahora le toca el turno a la singularidad. Palabra mágica: hay que reformar la Constitución para reconocer la singularidad de Cataluña y ya tenemos resuelto el problema catalán.

Los periodistas, cada día más alelados o abducidos, lo oyen y no se les ocurre preguntar lo más elemental: Oiga, explíqueme qué entiende usted por “singularidad”. Sería la forma más sencilla de empezar a desenmascarar esta nueva trampa lingüística.

¿Y qué quiere decir ser diferente o distinto en boca de un nacionalista? Ser superior. Traduzcamos singularidad por superioridad

El interpelado seguramente repetiría, como harían los independentistas, aquello de la “lengua propia”, “una tradición y cultura propia”, “una historia propia”, unas “instituciones propias”, un “modo de ser propio”, etc. Incluso hablaría de “nación” y “derechos históricos”. Aquí propia sustituye a singular y singular a diferente. ¿Y qué quiere decir ser diferente o distinto en boca de un nacionalista? Ser superior. Traduzcamos singularidad por superioridad. Reconocer la singularidad de Cataluña no es otra cosa que reconocer la superioridad de los catalanes. Todo lo demás sobra. Yo soy leonés (lo mismo vale para un gallego, un extremeño, un andaluz...), y podría ponerme a defender lo mismo: lengua propia (el leonés, el bable, el berciano), tradición y cultura propia (los pendones, las pallozas, danzas y fiestas únicas, la lucha leonesa, la cecina, el botillo, el santo grial, una nómina ingente de escritores...), instituciones propias (concejos, la cuna del parlamentarismo...), un modo de ser (osados, originales, cazurros, socarrones...). Fuimos un reino durante siglos (nunca lo fue Cataluña), etc. Puestos a fabricar una identidad, una historia y una lista de agravios, tendríamos argumentos sobrados para sentirnos una nación oprimida y reivindicar nuestra singularidad. Pero no va por aquí la cosa, la de reconocer la singularidad de todos.

Llegamos así al meollo del catalanismo, que tiene que ver, sobre todo, con la necesidad de satisfacer un sentimiento agraviado de superioridad. Quienes promueven el independentismo se sienten superiores y lo que necesitan ahora es, no sólo sentirlo, sino serlo.Ya han pasado del reconocimiento, aquello de que nos quieran y respeten. Ahora quieren resolver el problema de una vez por todas: acabar con cualquier dependencia, cualquier vínculo, cualquier humillación, los agravios históricos, la opresión, la dominación, la explotación, el robo..., porque nosotros somos distintos, o sea, superiores.

Insisto en que el independentismo catalán no sería posible sin un fuerte sentido de superioridad que cada día se revela más como lo que es: racismo encubierto. Si repasamos el origen del nacionalismo y el discurso nacionalista catalán (como el vasco) encontraremos este sentimiento de superioridad como el elemento clave que sostiene todo el edificio. Revísense los discursos de los próceres catalanistas, incluido Pujol o Heribert Barrera.

Pero el sentimiento de superioridad no es algo simple, sino complejo, porque se asienta sobre la construcción imaginaria de una identidad propia, diferente y superior a la del otro. Para ser superior tiene que haber otro inferior. Ser catalán es ser distinto y superior a ser español. Necesitan el espejo español para reconocerse catalanes. Y aquí viene el problema, porque la realidad, el espejo, no les devuelve ninguna imagen distinta o muy diferente de la del español. Si se colocan al lado ante el espejo resulta que no hay modo de diferenciarlos: necesitan ponerse la barretina y enfundarse la senyera para distinguirse, pero, sobre todo, colocarle al de al lado el yugo y las flechas y estirarle el brazo en alto como un palo; ni siquiera el cubrirlo con una bandera española serviría, porque se parece bastante a la senyera (más si se le coloca la bandera aragonesa). Díganme en qué se diferencia el sanchopancesco Junqueras de un labrador manchego o mañico...
No hay ninguna identidad española, ni catalana, ni leonesa, ni aragonesa, ni manchega; aquí está el problema. Todas las diferencias hoy son individuales, no colectivas. Hoy la sociedad es esencialmente heterogénea porque en ellas apenas existe endogamia, único elemento de creación de una etnia, una tribu o un pueblo diferenciado. Ni Cataluña ni España son hoy ningún pueblo, ni étnica ni culturalmente, esencialmente diferenciados entre sí. ç

Las sociedades modernas no se constituyen sobre ninguna identidad nacional, sino sobre dos conceptos básicos: el individuo y el ciudadano. Como individuos somos todos libres, únicos, singulares e intransferibles; como ciudadanos, todos somos iguales (ante el Estado y la ley, iguales en derechos y deberes). El Estado democrático no puede fundamentarse en nada más: individuos y ciudadanos. Como ciudadano me puedo asociar con quien quiera para defender mis intereses o alcanzar fines comunes (también para defender el bien común), pero no hay nada si desaparece el ciudadano y el individuo. El Estado se legitima por la voluntad libremente expresada de sus ciudadanos; no se fundamenta en ninguna identidad, derecho histórico o singularidad.

Cuando entramos en el debate de la singularidad catalana nos vemos arrastrados inevitablemente a la metafísica de las identidades y la exaltación de las diferencias, o sea, al encubrimiento de los sentimientos de superioridad. Insisto en que se trata de algo que tiene que ver más con la psicología que con la política, la economía o la historia. Por supuesto que sin la búsqueda de más poder de una minoría corrupta y ambiciosa (la tradicional burguesía catalana), no habríamos llegado al enfrentamiento actual; pero no basta con esto. Sin ese sentimiento de superioridad de fondo, alimentado por mitos, una historia inventada, unos rituales colectivos, una propaganda eficaz y el anhelo de un futuro idealizado, el independentismo no habría llegado al grado de provocación, engreimiento y desprecio de la legalidad a la que ha llegado.

Pero el diagnóstico quedaría incompleto si no añadiéramos otro elemento decisivo: el sentimiento de inferioridad que (también) encierra este complejo de superioridad. Los catalanes independentistas, precisamente por sentirse superiores a la chusma española, no comprenden cómo no han logrado ser independientes hasta ahora. Siendo como se ven, superiores, no pueden aceptar la humillación de depender de Castilla o Madrid (necesitan simplificar y caricaturizar la complejidad cultural y social de España). De esta supuesta dependencia (también paranoicamente amplificada) nace un inevitable rencor o resentimiento que necesitan superar porque lo viven intensamente como humillación o desprecio. Hablo de complejo de inferioridad precisamente por eso: porque exagera el poder de dominación y la dependencia del otro, incluso se lo inventa. El victimismo es la expresión más clara de esta mezcla de sentimientos aparentemente opuestos: el de superioridad y el de inferioridad. El inventarse un agravio tiene la gran ventaja de que justifica tu rencor, tu odio y todo lo que hagas para defenderte de esa ofensa.

Siempre he tenido la convicción de que detrás del catalanismo independentista se esconde una patología colectiva, una vivencia paranoica de la relación con el otro (el más semejante y cercano), que ha dado lugar a un discurso instalado de forma secular en el engaño, la mentira, la impostura, el engreimiento y el desprecio hacia lo que consideran, de modo muchas veces inconsciente, “superior”: la lengua y la cultura española, la historia de España con sus logros indiscutibles (el descubrimiento de América, la expansión colonial y del idioma, su literatura universal, el poder político y militar, su capacidad para organizar y sostener un estado moderno y democrático...). ¿A qué viene ese empeño de apropiarse de todas las figuras relevantes de la historia española para hacerlas catalanas, desde Colón a Cervantes, pasando por Santa Teresa o Américo Vespucio? ¿Sería posible este estúpido propósito si no se sintiera, al mismo tiempo, una admiración por esas figuras y su obra? Detrás de este exacerbado catalanismo hay también un españolismo que debe reprimirse de forma tan grotesca como la que lleva a cabo la llamada Nova Història. Pura teoría freudiana.

Las sociedades modernas no se constituyen sobre ninguna identidad nacional, sino sobre dos conceptos básicos: el individuo y el ciudadano

El catalanismo independentista no se asienta sobre un concepto propio y positivo de sí mismo, basado en sus logros, valores y proyectos, sino en un sentimiento de revancha, negación y destrucción de lo español, nacido de un atávico complejo de superioridad, pero también, paradójicamente, de su atracción hacia lo español. No de otro modo se puede entender el empeño en difundir una imagen totalmente distorsionada, esperpéntica y falsa de lo que es hoy España, machaconamente identificada con el fascismo, la ignorancia, el atraso y el militarismo cuartelario y antidemocrático. Para romper con cualquier sentimiento de simpatía es necesario hacer repulsivo el objeto de la atracción. Simple teoría freudiana, de nuevo.

Creo que es necesario acudir a este tipo de interpretaciones psicoanalíticas y patológicas para entender ese algo que siempre se nos escapa en el debate sobre la singularidad catalana, a la que, mientras no se aborde desde esta perspectiva, es tan difícil dar un cauce y alcanzar una explicación política. Si no se fundamentara en este magma patológico e inconsciente, mezcla de superioridad, soberbia, rencor y desafío, no sería posible la deriva independentista actual, vista por cualquiera que no esté contaminado del mismo virus como verdadero disparate, irracionalidad, delirios de poder y pérdida del sentido de la realidad.

Lo peor de todo este chapapote emocional es que gran número de personas se han dejado absorber por la fuerza de su corriente hasta el punto de perder su individualidad (su libertad individual, de pensamiento y de sentimiento) sacrificada en el altar de la nación, de Cataluña, el proceso o el baile de la sardana. Al dejar de ser individuos libres e independientes, han dejado de ser al mismo tiempo ciudadanos: ya no saben cuáles son sus derechos ni sus deberes democráticos, se dejan guiar por los guardianes de la singularidad, los que definen su identidad y los convierten en pueblo. Los que les otorgan generosamente una identidad superior, nada menos que la identidad catalana. Todos los totalitarismos se han asentado sobre el sentimiento de una identidad colectiva superior, con la que se identifican los individuos mientras renuncian a su única singularidad: la que nace de su propio ser individual.