Una de las cosas que más me gustan cuando estoy empezando a conocer a un ser (léase “hombre”) interesante es descubrir si seremos o no compatibles gastronómicamente.

La semana pasada estuve de suerte. El ser en cuestión, un profesor universitario con un sentido del humor excelente, me citó en El Pachuco, un pequeño restaurante mexicano delante de Sant Pau del Camp que sirve cocina mexicana bastante auténtica. Me pareció una elección excelente. “Yo, si salgo a comer fuera, siempre voy a un restaurante de cocina extranjera”, me dijo, confesándome seguidamente que esa misma noche había quedado para cenar en un restaurante coreano y quería guardar un rinconcito en su estómago para zamparse un plato de bibimbap, el arroz típico coreano. Me gustó que fuéramos tan parecidos: yo también tengo preferencia por elegir restaurantes étnicos (para comer lo mismo que en casa, me quedo en casa) y tiendo a hacer los mismos cálculos anoréxicos cuando salgo a comer: en lugar de dejarme llevar –¡hinchémonos de tacos y quesadillas, qué más da la cena!– me pongo a pensar en qué voy a cenar, para no acabar demasiado llena o con dolor de estómago (lo tengo bastante delicado).

Decidimos compartir dos platos para no salir empachados, y los acordamos sin demasiada dificultad: quesadillas pachucas y unas tostadas, con su cama de frijoles, tinga de pollo, queso, crema, guacamole y pico de gallo. Todo delicioso. Y así, entre alabanzas a la comida mexicana y a otras cocinas del mundo, desde la polaca a la rusa, pasando por la china y la filipina, compartimos un agradable almuerzo, y me propuso vernos otro día para cenar. Aún no hemos decidido el restaurante, pero estoy segura de que será asiático o de algún país del este. Quizás le proponga ir a un georgiano, hace tiempo que no me zampo un kachapuri.

Si a mi último novio le hubiera propuesto ir a un georgiano me hubiera echado en cara que a mí solo me gustan los restaurantes “sofisticados”, aunque se tratara de un local de dumplings chinos. A él le tiraban más los restaurantes de cocina popular —butifarra y calçots, un buen filete o un bacalao al pil pil— y además era fan del ajo, un alimento que odio con toda mi alma. Estaba claro que nuestros días estaban contados.

Hace unos años salí con otro hombre que la primera vez que me invitó a cenar a su piso, me sorprendió con un estofado de garbanzos con gambas (garbanzos de bote y gambas congeladas, por supuesto) que no había quien digiriera a las diez y media de la noche, y que tampoco favorecían nada a un posterior encuentro sexual. En el momento que destapó la olla supe que no duraríamos ni dos semanas.

Otra historia condenada al fracaso fue la que tuve con un hombre serbio, que la noche que me invitó a cenar a su casa me advirtió de que acudiera en chándal porque olería mucho a humo. Me había preparado unas costillas de cerdo al horno que estaban de muerte. Un par de días después fue mi turno invitarlo a cenar. Le preparé unas berenjenas rellenas de verdura y una tortilla de patatas. Las berenjenas se las comió a regañadientes (“¿no hay carne?”, me preguntó extrañado), pero a la tortilla se negó. “Yo, los huevos, los como solo para desayunar”.

Mi desastrosa experiencia emocional demuestra que la compatibilidad gastronómica tiene cierto peso a la hora de garantizar el futuro de una relación. Sin embargo, según un estudio citado por la revista Time hace cinco años, con el tiempo las parejas pueden llegar a parecerse más en aspectos tan sutiles como su estado de salud, algunos rasgos faciales —empleando los mismos músculos faciales por mimetismo involuntario— o los gustos alimentarios.

En el estudio, llevado a cabo por investigadores polacos y alemanes, participaron 100 parejas que llevaban juntas entre tres meses y 45 años. Los investigadores pusieron a prueba las preferencias olfativas y gustativas de cada uno, pidiéndoles que olieran y valoraran varios aromas, como el de la rosa, el eucalipto, la carne ahumada y el cuero. A continuación, los investigadores rociaron la lengua de todos con una serie de sabores: dulce, salado, ácido, umami y amargo.

Cuanto más tiempo llevaban juntos, más probable era que compartieran las mismas preferencias olfativas y gustativas. Curiosamente, el grado de felicidad de su relación no afectaba a esta tendencia.

Aunque los autores del estudio no lograron demostrar por qué dos personas tienden a desarrollar los mismos gustos cuanto más tiempo lleven juntas, sí barajaron algunas posibilidades.

En primer lugar, el entorno y los hábitos compartidos y, por consiguiente, la exposición a estímulos olfativos y gustativos similares podrían configurar conjuntamente preferencias similares en ambos miembros de la pareja.

En segundo lugar, podría haber un vínculo biológico. Estudios anteriores han demostrado que el olfato puede tener un propósito evolutivo, y algunos expertos afirman que cuanto más parecido dos personas huelan el mundo, más probable es que sean compatibles.

En tercer lugar, la más posible de todas, en mi opinión, es que la gente suele elegir  como pareja a una persona que comparta sus mismas preferencias alimentarias desde el principio. Ese sería mi caso. Pero quién sabe. Igual algún día me echo un novio portugués y acabo comiendo sardinas, bacalao y ajo sin rechistar.