La importancia de las conquistas se mide por las resistencias que suscitan. La emancipación del cuerpo de las mujeres del riesgo de embarazos no deseados es el mayor avance del siglo XX. Un paso mayor que el que quedó registrado sobre la Luna, que hace enloquecer a todos los retrógrados, a todos los medievales, a todos los adeptos de la fatalidad divina o natural. Porque esta desconexión entre sexo y reproducción rompe la cadena de esclavo sobre la que reposa la dominación suprema y masculina.

En tanto que las mujeres no pueden disponer de su vientre, no pueden disponer de su destino. Era para evitar que quedaran embarazadas que las mujeres tuvieron vedado durante mucho tiempo el amor fuera del matrimonio. Cuando finalmente llegó la liberación sexual, en primer lugar, porque los hombres tenían interés en ella, fue sobre las mujeres que recayó el peso de esta libertad. Tan sólo la contracepción ligada a la legalización del aborto puso los cuerpos femeninos en pie de igualdad. Por eso estos avances aterrorizan al patriarcado.

No hay más que ver las reacciones de odio tanto en el momento de votar la ley Veil (de despenalización del aborto en Francia, en 1975), como tras el fallecimiento de la ministra que la llevó al Parlamento, Simone Veil. Los diputados del Frente Nacional (FN) encontraron la manera de ausentarse en el momento del homenaje que se le rindió en el Consejo Regional de Borgoña-Franco Condado. En 1986, en la Asamblea Nacional, cuando el FN contaba con 35 diputados, su único hecho de armas fue el haber formado un grupo parlamentario con Christine Boutin (presidenta del Partido Cristiano Demócrata, ultracatólico) para patalear contra la ley Veil. Tras haber escapado de los campos de exterminio nazi, Simone Veil tuvo que soportar durante el resto de su vida la rabia de aquellos que denominaba “SS de pies pequeños”, los que acumulan los dos odios más tenaces del mundo: el odio a las mujeres y el odio a los judíos.

Todo acto sexual que no haya engendrado un niño se considera un crimen contra la Humanidad; hasta los talibanes están más evolucionados

La gran especialidad de los grupos antiabortistas ha sido siempre comparar a Veil con una nazi. Cuando falleció, el grupo Jeunesse de Dieu llegó a reciclar un viejo dibujo que la representa estrechando la mano de Hitler, con el subtítulo: “La ley Veil ha causado ya 6 millones de víctimas”. La idea es golpear con cualquier pretexto la memoria del Holocausto, para mejor relativizarlo, acusando a supervivientes como Veil de ser los verdaderos genocidas: una muestra del genio revisionista, que en ocasiones llega hasta el punto de contar 40 millones de abortados. Todo acto sexual que no haya engendrado un niño se considera un crimen contra la Humanidad; hasta los talibanes están más evolucionados.

En principio, los integristas católicos están más implicados en la lucha contra el aborto que los islamistas. En lo que parece una buena repartición de papeles, cada integrismo tiraniza una parte del cuerpo femenino. Los islamistas no piensan más que en cubrir sus cabellos, mientras que los integristas cristianos se ocupan de sus vientres. En la ONU, especialmente a partir de la Conferencia de El Cairo, el Vaticano ha acabado por convencer a los países musulmanes de luchar contra el “imperialismo contraceptivo”. Entiéndase por tal todo programa de planificación familiar, que unos y otros han combatido juntos, con el éxito devastador que se conoce en países como Egipto, donde la explosión demográfica se ha traducido en retraso educativo, falta de viviendas, menos probabilidades de casarse y un sustancial aumento de la miseria sexual. Una frustración hábilmente explotada por los Hermanos Musulmanes, cuyos herederos me unen a los integristas católicos a la hora de escupir sobre los restos mortales de Simone Veil. Incapaz de resistirse cuando se trata de mujeres o de judíos, Hani Ramadan ha saltado con un tuit interrogativo: “Todo el homenaje que se quiera a esta superviviente del nazismo. Pero desde 1975, ¿cuántos fetos no llegaron a nacer?”. Bienvenidos al mundo de aquellos unidos por una pérdida de privilegios machistas que los vuelve locos.

Daría para sonreír si los esfuerzos desesperados de los fanáticos para proteger la dominación masculina anunciaran un armisticio. Pero desgraciadamente, ese viejo mundo no quiere quedar atrás. Y podría renacer en todo momento, en la medida en que el número de enemigos del feminismo no deja de aumentar, a veces desde su propio interior, para mejor neutralizarlo. Así ocurre con grupos que se reclaman del “feminismo interseccional”, del afrofeminismo o del “feminismo islámico”, para acusar a las feministas de racismo, para reivindicar el derecho a usar el velo o a prostituirse, mientras les exige que renuncien a la emancipación universal. Una verdadera mentalidad de esclavo, que decididamente hay que combatir en cada generación… si no queremos acabar de nuevo encadenadas.