En su célebre texto político ¿Qué es el Tercer Estado?, escrito en vísperas de la Revolución Francesa, el abate Sieyès se hacía tres preguntas en forma catequética y las respondía a continuación: "¿Qué es el Tercer Estado?". Todo. "¿Qué ha sido hasta hoy en el orden político?". Nada. "¿Qué pide?". Llegar a ser algo.

Quien a mucho aspiraba con poco se conformaba.

Aunque nociones como el tercer mundo o la tercera edad se abrieron paso en Francia, durante el siglo XX, la afición por los ordinales es antigua. Antaño se denominaba Tercer Estado a quienes no eran de la nobleza ni del clero, esto es, la inmensa mayoría de la población: el conjunto que pertenecía al orden común. Cuando en 1788 se convocaron en Versalles los Estados Generales, Sieyès se negó a sentarse donde le correspondía, y se situó en la zona del Tercer Estado. De este modo, quiso testimoniar su adhesión al pueblo y la voluntad de que todos, sin excepción, fueran libres y ciudadanos.

Para hacer realidad ese propósito revolucionario había que establecer en Francia la nación de ciudadanos. ¿Qué es una nación?, se preguntaba. No es sólo un territorio, ni es una entidad depositaria de privilegios afianzados en el tiempo, sino que es, decía, “un cuerpo de asociados que viven bajo una ley común y representado por una misma legislatura”. Estos asociados eran reconocidos libres por unos derechos compartidos por todos, seres humanos iguales y sin privilegios; es decir, ciudadanos. Para conseguir este modelo, insistía, hacía falta superar una inercia secular y darle la vuelta. Esto exigía impregnar a la mayoría de los ciudadanos con lo justo de su causa, sabiendo dar razón y valor.

¿Cómo proseguir entonces, cuando ningún acuerdo puede esperarse “entre la energía del oprimido y la rabia de los opresores”? Se refería Sieyès a la casta de los nobles quienes, sin oficio ni beneficio, gozaban de privilegios innatos. “Todo suena a privilegio en el privilegiado, hasta su manera de preguntar”.

La ley vigente entonces en Francia no protegía de forma adecuada a los ciudadanos; quienes, de hecho, no eran tales y nada eran si no podían invocar algún privilegio. Sólo les estaba reservado, decía el abate, recibir desprecios, injurias y vejaciones. Y el único recurso que los desgraciados (así los llamaba) carentes de privilegios tenían, para evitar ser aplastados, era acogerse a la protección de algún grande, lo que implicaba arrastrarse a “todo tipo de bajezas”.

Sieyès afirmaba no escribir para los hombres viles, “indiferentes a todo lo que atañe a la libertad, a la honra, a la igualdad ante la ley”; esto es, a los celosos de su dinero, por encima de todo, e insensibles a los derechos sociales. Con ímpetu, él predicaba el imperio de la razón que, decía, se iba extendiendo de día en día y que reclamaba la progresiva restitución de los derechos usurpados.

Pensaba en las generaciones aún no nacidas y se preguntaba por lo que dirían al enterarse del furor con que el segundo orden del Estado y el primer orden del clero proscribían todas las peticiones de las ciudades. Subrayaba que no era una insurrección contra la autoridad real, sino contra cualquier tipo de arbitrariedades; esto es capital.

Partiendo de que la nación es una reunión de individuos, “¿qué es la voluntad de una nación? Es el resultado de las voluntades individuales”. ¿En qué grado viven conscientes de su dignidad los ciudadanos, una dignidad que es compartida por igual con los demás seres humanos? ¿Alguien duda de que el grado de esta conciencia no repercute en sus vidas y en el desarrollo de las sociedades?

En el siglo I, Séneca se refería a lo miserable que era el estado de quienes trabajaban en ocupaciones que no eran suyas. Podríamos plantear así el concepto de propiedad y de su titularidad, pero yo les propongo atender al interés que depositamos en el trabajo: en la afición que le tenemos o en el gusto que nos produce; o la desgana y disgusto que nos genera. En concreto, Séneca lamentaba cuántos “duermen por sueño ajeno, andan con ajenos pasos, comen con ajena gana; hasta el amar y aborrecer, que son acciones tan libres, lo hacen mandados”.

Ciertamente, hay un grave coste en esta continua alienación: personalidades frágiles, sumisas a un dictado exterior, desvalorizadas y descapitalizadas de vivencias personales. Y hoy como ayer, millones de seres humanos viven fuera de sí, absolutamente desnortados en la función o sentido de su trabajo o de su quehacer en la vida.

Pienso ahora en la política, un proyecto social liberal tiene una componente utópica: el objetivo de poner en forma a todos los ciudadanos, para que velen por la libertad y la igualdad; las de ellos y las de todos los demás, sean de donde sean y sean como sean. Es cierto que nunca se acabará de lograr, pero lo necesario nunca se debe dejar de desear y de querer. Radicalidad, autenticidad y decencia.