Mientras escribo estas líneas, el juicio a los encausados por los hechos del 1 de octubre en Cataluña concluye su primera etapa testifical --larga, y en ocasiones sumamente tediosa, por repetitiva--. Veremos, a continuación, una fase pericial --dedicada al examen y estudio de los diferentes informes técnicos encargados por las partes, fiscalía y defensa--, y otra de carácter documental. Las dos, previsiblemente, serán largas y densas en contenido y en generación de titulares y noticias en prensa. Esta primera fase concluye con siete magistrados al borde del ataque de nervios, por tener que lidiar a todas horas con una recua --sí, he dicho recua, no retahíla; mi conocimiento del idioma español es extraordinario tras 45 años de periodismo-- de testigos que comparecen ante el Tribunal Supremo convencidos de que pueden soltar su perorata y quincalla intelectual del mismo modo en que lo hacen en esas asambleas anarcosindicalistas libertarias --“¡Pásame la Xibeca, Pep, y no te acabes el porro, capullo!"-- en las que intervienen de modo estelar, como los Yellow Local Heroes que son o creen ser, arropados y escalfats por sus enardecidos convecinos.

Cuesta creer que incluso algunos de los que comparecen y dicen ser abogados, o profesores de filosofía --que de payasos en Cataluña tenemos a patadas--, sean incapaces de entender que en un proceso judicial se responde de forma sucinta y clara a las preguntas que se formulan, y que ese no es atril para mítines o exordios personales, ni para terapias emocionales; porque cuando a uno se le cita como testigo en un juicio de esta índole, se sale de casa bien llorado, sin mocos en la nariz y sin gemiditos de niño malcriado en la garganta. El común denominador que caracteriza a los independentistas que han comparecido, lacito en solapa, en la Sala de lo Penal del TS --salvo muy dignas y admirables excepciones, que alguna hay-- se resume en un infantilismo exacerbado, un victimismo vergonzante y una disonancia cognitiva digna de estudio. El adoctrinamiento social de corte goebbeliano de los últimos 40 años, la sacrosanta inmersión lingüística, las apestosas falsedades históricas y el comportamiento grupal, etnicista y empático, que les lleva a moverse como si fueran clones de un ser único, perfecto y superior, no justifica en modo alguno tanta estupidez. Porque lo que hemos visto en los últimos diez días es un Fuenteovejuna pero en versión "tonto de remate catalán".

Menos mal que el mundo no nos mira, porque esta parroquia suscita vergüenza ajena, rubor, alipori puro y duro, a cualquier persona formada, mínimamente culta y emocionalmente equilibrada. Toda esta horda admite a regañadientes saber que tanto el Constitucional como el TSJC habían declarado ilegal el referéndum, pero alegan que eso no les incluía a ellos, como seres libres, ciudadanos del mundo, feministas y antifascistas que son; todos interpretan que la democracia es hacer lo que a ellos les viene en gana en todo momento y lugar; todos aseguran que alzaron los brazos y se limitaron a "hacer" cánticos --lo de “hacer cánticos” tiene mucho pecado--; todos recuerdan ese día como uno de los más importantes de sus vidas; sin excepción cuentan que acudieron a los colegios electorales entre las cinco y las seis de la madrugada, aun sin tener ninguna tarea adscrita; que nadie organizó nada, y que todo ocurrió por intercesión divina: cayeron las urnas y las papeletas del cielo; nadie vio nada, ni sabe cómo funcionó el censo universal, ni quién era responsable, ni cómo se efectuó el recuento; unos tenían fiebre y alucinaron, otros solo dicen haber visto volar por los aires al avi Miquel con su silla de ruedas y decenas de dentaduras postizas; todos, sin excepción, son chulescos, arrogantes, superiores, y todos, y ya concluyo, se resignan a contestar a algunas preguntas de la acusación de Vox por imperativo legal. Porque lo del “imperativo legal” es término jurídico que les ha calado hondo y ahora repiten como cotorras, pues denota mimbres jurídicos y cierto nivel intelectual.

Tras sus declaraciones, en las que trituran la lengua común con asombrosa e inclemente zafiedad, y empujan hasta límites indecibles la paciencia del tribunal, doblan cuidadosamente el certificado que acredita su comparecencia y testimonio, a fin de enmarcarlo y mostrarlo a sus nietos --“¡mira, nen, yo luché contra el fascismo español en las barricadas de Madrid!”-- y piden permiso para quedarse en la sala, que para una vez que aparcan el tractor hay que aprovechar la ocasión.

Capítulo aparte merecerían los abogados defensores de los encausados, que se han habituado a tentar, día sí y día también, los límites que son tolerables en la práctica jurídica. Haciendo gala de un proceder tan taimado como insidioso, buscan dejar constancia en acta de las reprobaciones y correctivos que ineludiblemente Manuel Marchena se ve obligado a aplicar. Lejos de conducir sus interrogatorios ciñéndose a reglas estrictas y pautadas que conocen a la perfección, no buscan sino crear situaciones anómalas que entienden que ante el Tribunal de Estrasburgo, al que acabarán recurriendo, pudieran tener algún tipo de recorrido o merecer una mínima consideración.

Meses atrás dije que Manuel Marchena y el resto de jueces actuaban y conducían las vistas de forma impecable, ponderada, ecuánime. Me reafirmo en ello. Son y constituyen la última defensa, el último parapeto, la última frontera de la ley que nos protege, llegados al extremo, de la bota del totalitarismo más repugnante.

Esos jueces son los "siete magníficos" de la democracia.