El Gobierno Sánchez saca adelante sus decretos ley y la prórroga del estado de alarma sin mayor dificultad parlamentaria, sin embargo el consenso sobre cómo afrontar la crisis del coronavirus es muy superficial, bien por defecto o bien por exceso de las medidas tomadas hasta ahora, siempre susceptibles de ser corregidas, como se demuestra a diario. La oposición es muy crítica con las decisiones del Gobierno pero convalida sus decretos como le pide el Ejecutivo que en su defensa afirma que está haciendo lo que se le recomienda desde la OMS y la Unión Europea. Por responsabilidad y por lealtad, dicen quienes no gobiernan, pero no por compartir las decisiones, sea por su contenido, por el retraso en su aplicación o por el rechazo de sus recomendaciones.

Un consenso frágil, formal, forzado por el miedo a la reacción de la calle ante un eventual espectáculo partidista en tiempos de emergencia sanitaria, social, económica y emocional. Es lo menos que se puede esperar del conjunto de la clase política; pero realmente es una lealtad de mínimos. Las críticas de la gran mayoría de oradores y la conclusión prácticamente unánime de sus discursos, todo lo hecho por el Gobierno es insuficiente, convertiría en injustificado el voto favorable, incluso la abstención. Una contradicción flagrante. Pero así sucedió en el Congreso de los Diputados. Ser un partido de Estado siempre es un buen título, aunque sea autoconcedido.

Pedro Sánchez les pidió tiempo, unidad y lealtad y les ofreció para más adelante una comisión de análisis de cómo se habrá gestionado la crisis y, mientras, convertir la Comisión de Sanidad en comisión de seguimiento. La oposición le dio les votos pero ninguna comprensión. Pablo Casado utilizó la fórmula habitual de quien va a hacer lo que dice que no quiere hacer. Me duele decirlo pero se lo digo, esto va muy mal por culpa suya. En definitiva, le perdono la vida momentáneamente porque soy un patriota. El presidente del Gobierno también es un patriota pero aprovecha el decreto ley de medidas económicas para situar a Pablo Iglesias en la comisión delegada del CNI, facilitando así, absurdamente, la crítica de la oposición.

Esta apariencia de unidad y lealtad no lleva a ningún sitio, es un simple juego parlamentario de vuelo raso porque no se atisba ninguna sinceridad en su formulación, más bien se puede intuir una actitud previsora para no quedarse solo en el fracaso o por asegurarse un papel en una razonable salida del desastre. Un aplazamiento de la confrontación abierta mientras duren los entierros. Y durante el paréntesis por el duelo y la incógnita de cómo acabará la desgracia, grandes dosis de patriotismo y alarmismo, combinadas con exigencias  de maximalismo económico: habría que gastar mucho más e ingresar mucho menos, según las recetas regaladas ayer al Gobierno por los diferentes portavoces.

El Ejecutivo está atado a la responsabilidad de firmar los decretos y tomar decisiones financieras que tendrán consecuencias durante muchos años. Ha optado por atrincherarse en la ortodoxia de Nadia Calviño, más pendiente de Bruselas para conocer el margen de maniobra para movilizar fondos que de las sugerencias de los diputados, aunque admitió estar trabajando en dos de las peticiones más repetidas: ayudas a los alquileres y renta mínima para salir de esta emergencia.