Algunos diputados serían magníficos artistas del monólogo, son ocurrentes, tienen chispa para llamar la atención, son de verbo ácido y superficial y no hay quien les calle sin aplicarles el reglamento. En cada legislatura hay varios. El de mayor éxito en cartelera es Gabriel Rufián, pero hasta hace poco estaba Vicente Martínez-Pujalte y al principio Alfonso Guerra, aunque hay que reconocer que su tahúr del Mississippi dirigido a Adolfo Suárez es de un naif total oído lo que oímos a cada sesión parlamentaria, actualmente.

La burbuja de banalidades y exabruptos en el Congreso ha estallado, como ocurrió hace unos días en el Parlament, cuando Roger Torrent tuvo que reunir a los grupos para llamarles al orden de tanta desconsideración política y personal. No mandó a nadie a casa, como hizo ayer Ana Pastor con Rufián, pero amenazó de hacerlo si sus señorías siguen instalados en el desdén mutuo y en la bronca.

Los parlamentos no son salones de meditación ni escuelas de buenos modales, son la sede de la libertad de palabra asentada en la soberanía popular. Una cosa seria. No hay parlamentarismo sin controversia ideológica, sin crítica profunda, sin gritos y risas, sin aplausos y abucheos, sin teatro del bueno. Pero lo relevante es que son instituciones donde se va a trabajar en el control de la acción del gobierno, en la interpelación, en la iniciativa legislativa parlamentaria, en la negociación y en los acuerdos. No todo es alegría y selfis en la vida de los diputados, ni todo es hablar, hay muchas horas grises de dedicación a los temarios, o debería haberlas.

Las sesiones parlamentarias en comisión no son precisamente apropiadas para retransmisiones espectaculares. Son pesadas, repetitivas, aburridas, imprescindibles. Otros formatos parlamentarios parecen pensados simplemente para alimentar la crónica política, a menos que uno pueda creer que en mini debates de seis minutitos, los dos intervinientes de turno pueden atacar el fondo de ninguna cuestión transcendente; en las sesiones de los miércoles se trata de proporcionar un titular, un corte de audio, una imagen de treinta segundos por barba o unos tuits militantes.

Las convocatorias semanales de preguntas de actualidad al presidente del gobierno, a los ministros o a los consellers se han convertido en mera perversión del debate parlamentario por su acomodación al lenguaje periodístico y televisivo, al espectáculo en aras a una supuesta transparencia y una mayor divulgación de la acción parlamentaria.  En realidad, es una programación de showtime.

En estas condiciones, estaba cantado que el abuso en la palabra y la sobreactuación acabarían en el bochorno y en el insulto. Pronto no habrá una intervención en ninguna cámara estatal o autonómica en la que no se sacuda al adversario con una acusación de fascista, golpista o antidemócrata. Tanta dinamita retórica ha acabado por explotarles en las narices. La banalización conceptual de términos de profunda gravedad que exigen una utilización comedida y sobre todo justificada ofende al sentido de la responsabilidad que se les supone a los padres de la patria y, lo peor, ayuda a la creación de una atmósfera política irrespirable incluso fuera de los hemiciclos.