Ser convergente, una forma de vida... y de muerte

Guillem Bota
15.04.2019
5 min

Un amigo me reveló hace un par de días que lleva unos 30 años afiliado a Convergència y pagando religiosamente la cuota. Bueno, a Convergència, PDeCAT y a todos cuantos nombres haya tomado el partido del nacionalismo catalán por antonomasia, a saber si cuando ustedes leen esto ha sido bautizado de nuevo. Quizás para entendernos deberíamos llamarle el partido del 3% y no habría confusión posible.

El caso es que, cambiando o no de nombre, las cuotas a los afiliados se han ido cobrando igual, sin necesidad de modificación en los datos ni otras monsergas que no hacen más que distraernos de lo que verdad importa: la pasta. Tan interiorizado tiene el pago de la cuota ese amigo --que por cierto ni siquiera nació en Cataluña, él mismo se califica de charnego-- que no sabe con seguridad a cuánto asciende el importe de la misma. El pago a Convergència se tiene asimilado como se tiene asimilado que un día nos llegará la muerte: las cosas son así y no sirve de nada preocuparse por ello.

"No sé, supongo que son unos 100 euros anuales", acertó a aventurar ante mi insistencia. O sea, mi amigo lleva apoquinados al partido del 3% unos 3.000 euros. Lo sorprendente del caso es que ni tan solo es independentista, de hecho no era ni nacionalista en aquellos ya lejanos tiempos que dicho partido se autocalificaba así. Encima, no pierde ocasión de criticar a sus dirigentes, ya desde tiempos de Jordi Pujol, mucho más desde el inicio del procés (no críticas en público, no está tan loco, sino críticas de barra de bar, cuando el contertulio es de confianza).

Llegados a este punto, algunos de ustedes se estarán preguntando por qué motivo sigue afiliado --y pagando-- mi amigo. Creo que los que se lo preguntan conocen poco Cataluña. La razón es sólo una: por pura supervivencia. Se lo aconsejó su padre --funcionario trasladado a Cataluña, tardó poco en entender los tejemanejes del poder en este lugar-- recién terminados los estudios universitarios: "Con tu título y un carné de Convergència, se te van a abrir todas las puertas", vino a decirle. Y así fue, en seguida consiguió un trabajo bueno, estable y bien remunerado. Méritos no le faltan, es un gran profesional de lo suyo, lo que ocurre es que ser solamente un buen profesional, de poco sirve en Cataluña.

Ahora bien: con 30 años de carrera profesional a sus espaldas, ¿qué sentido tiene continuar pagando la mordida, teniendo presente --repito-- que no comulga en absoluto con la ideología de su partido?

"Mira, he pensado que la vejez es muy jodida y seguramente ser del partido (sic) me facilitará tener acceso a una residencia" afirmó. Y ante mi cara de sorpresa, añadió: "Quieras que no, aquí Convergència seguirá siempre teniendo mano en todos los asuntos".

Mi amigo, ya ven, sigue llamando Convergència a Convergència, en el fondo es un romántico. Pero además de romántico, es precavido. Si "el partido" contribuyó en su tránsito por la vida, lógico es que colabore también en su tránsito hacia la muerte, que eso y no otra cosa es la residencia geriátrica. Si su padre acertó en que el carné le abriría todas las puertas, no veo por qué no deberían incluirse en ello las del geriátrico, cuando toque. No me habló de ello --lagarto, lagarto-- pero, conociéndole, sé que confía también en que en la siguiente y última estación, el carné convergente le rinda un último favor y tenga un entierro arregladito, quizás con una corona "del partido" al que tanto habrá dado.

Para la juventud y para la vejez, para la vida y para la muerte, nada como un carné convergente. Ahora se entienden tantas peregrinaciones a Waterloo para rendir pleitesía al nuevo líder: el que no va allí en busca de un trabajo, va en busca de plaza en un geriátrico o de un entierro con carruaje y corceles negros. Tonto el último.

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¿Quién es... Guillem Bota?
Guillem Botap

Guillem Bota quiso ser siempre torero, pero haber nacido en un pueblecito de la provincia de Gerona (Fornells de la Selva, 1970) sin plaza de toros, le dificultó la vocación. No se rindió el maletilla, y embarcó en un carguero rumbo a América, con un hatillo y un viejo jersey de su madre que hacía las veces de capote, como único equipaje. Quiso la mala fortuna que el carguero atracara en Buenos Aires, ciudad en la que abundan las porteñas mas no los morlacos, con lo que desvió su atención de éstos a aquéllas, con desigual fortuna y algunas cogidas. A orillas del río de la Plata empezó a colaborar con distintos periódicos e incluso se atrevió con dos libros de relatos -le marcó conocer en persona a Roberto Fontanarrosa-­, siempre bajo seudónimo que ocultara a sus allegados el fracaso en la lidia. Regresó a su tierra más viejo pero más sabio y con cinco hijos allende los mares. Se instaló en el Ampurdán con la vana esperanza de que se le pegara algo de Josep Pla.