En el independentismo no hay liderazgo para calmar el radicalismo en la calle aunque se quisiera hacerlo, algo dudoso. La digitalización de las masas pone la movilización de la revuelta contra la sentencia del Tribunal Supremo en manos de hackers que quien sabe cómo se financian ni cómo interactúan. No es, ciertamente, una estrategia transparente salvo en la medida en que tiene su impacto en los titulares. Es decir: los mecanismos de comunicación entre el poder y la calle --la Generalitat y los CDR-- ya no son los de siempre, sin dejar de lado que fue Quim Torra quien solicitó su ayuda. Eso significa que, salvo dos entidades tan turbulentas como ANC y Omnium, no hay ningún político en Cataluña que, por ejemplo, fuese capaz de irse a los tramos del AVE afectados por las protestas y convencer a los estudiantes radicalizados que esa no en la manera de hacer política independentista. Por otra parte, los partidos independentistas están en una pugna mortal, con lo que el Parlament ha dejado de ser --ya desde hace tiempo-- el foro donde se oigan las voces de la Cataluña plural.

Aún si se regresa a la ley, para el day after haría falta un imposible: devolver el significado a las palabras. Al determinar que la actuación de los jueces y tribunales es una forma de judicialización se ha adulterado la semántica de la justicia, del mismo modo que al anteponer la voluntad popular de dos millones de catalanes --dato manipulado-- a la ley y el Estado de Derecho se tergiversa toda la razón constitucional. Ahora, con la mejor de las voluntades, se dice que después de la sentencia los jueces dejan paso a los políticos. ¿Pero qué políticos? Es el mantra del diálogo, de sentarse a una mesa y hablar. ¿Qué mesa? ¿Hablar de qué? ¿Con qué límites y normas? Con todos los errores que hayan podido cometer los Gobiernos del Estado, quien ha alterado la naturaleza del diálogo es el independentismo del “tot o res” ("todo o nada"). La política catalana tiene que reincorporarse a la dinámica de negociar en España: financiación, infraestructuras, el Corredor Mediterráneo. De modo que, siendo indudable, que hay que dialogar --como de hecho se hace en el Congreso de los Diputados, en las urnas y en el Parlamento autonómico-- eso requiere capacidad para ceder. Lo que no ha entendido el independentismo --a diferencia de cómo lo vieron, tan diferentes, Cambó o Tarradellas-- es que si uno no conoce o no quiere reconocer las dimensiones de su fuerza negociadora y los límites de su potencia para pactar se llega pronto al rupturismo con el Estado. Y en estos casos, la sociedad catalana siempre paga los platos rotos por sus políticos maximalistas.

No parece que el Estado pueda aceptar otro diálogo que el que se haga en el marco de una Constitución cuyos mecanismos de reforma son inevitablemente normativos. ¿Podrá ERC, por ejemplo, ir aceptando un diálogo amplio y a la vez cómodo en su definición precisa? De no ser así, el diálogo sigue contaminado por la semántica del irrealismo político. Al final, la pregunta no es desatinada: la lógica constitucional acaba siendo más flexible y sólida que la ensoñación o la épica. Sentarse, ¿a qué mesa? Bien: a la de siempre, a la que hizo posible la Constitución y los Estatutos, a la que da su mejor plenitud a la convivencia catalana.