He de reconocer que me siento contagiado por la sensación de hartazgo que percibo alrededor hacia eso que se ha convenido llamar la clase política. Sobre todo porque creo que tienen de todo menos clase. Quizá tenía razón aquel, el de la coleta, cuando lo definió como casta. Aunque la acepción sustantiva de la palabra, más allá de implicar algunos deberes y derechos, permite una variedad de interpretaciones que no vienen al caso. Pero el hartazgo es muy transversal e invita, sin ánimo de caer en el pesimismo y la renuncia, a una actitud de absentismo político. Hasta el punto de que admito que me importa un comino si habrá elecciones en Cataluña, cuando serán o con quienes. Y sin que ello signifique un llamamiento a la abstención futura. Nada más lejos de mi intención. Fueron demasiados años peleando por poder votar como para renunciar a ello ahora por culpa de unos cenutrios, los peores dirigentes políticos de colores y pelajes diversos desde que se inició la transición.

Además de la crisis sanitaria y económica, vivimos otra de pérdida de institucionalidad que se traduce en quebranto de la credibilidad. Con la constante sensación de que siempre se les puede ocurrir cualquier cosa y no precisamente buena. Dudo que se pueda penalizar la incompetencia política, salvo en las urnas. Pero parece que algunos estén empeñados en batir cualquier record Guinness de estupidez, siguiendo la máxima de que “digas lo que digas, no digas nada” y tratando de colonizar todo tipo de instituciones. Son como los bonsáis: requieren tanto tiempo y paciencia que, muchas veces, no se sabe si merece la pena seguir atendiéndolos.

Desde luego que es algo muy personal, pero tengo el pálpito de que el llamado presidente de la Generalitat, Quim Torra, se pueda ir de rositas del Tribunal Supremo y quede absuelto del delito de desobediencia. ¡Qué le voy a hacer! Me puedo equivocar, una vez más. Total, ya no va de una. El caso es que, en esas circunstancias, podrían removerse de las hemerotecas ríos de tinta especulativos sobre si le inhabilita o no, sobre las divergencias en esa jaula de grillos que se dice Govern, la posibilidad de que el afectado se encadene a la silla, de que le sustituya Aragonés o el sursuncorda.

Y, puestos a hablar de percepciones, otra que va de mosqueo: ¿Por qué sale tanto últimamente la republicana Marta Rovira? Esa chica, ¿se acuerdan?, a la que creíamos camino de Madrid y apareció en Suiza. Podría pensarse incluso que los republicanos testean su presencia en la lista electoral, sea delante o detrás del vicepresidente económico de la Generalitat. Fugado por fugada, ¿qué más da? Además, Carles Puigdemont y Marta Rovira siempre han dado la impresión de tener buen rollito y, puestos a imaginar, estoy convencido de que en un debate, aunque sea virtual y con fondo de guerra sin cuartel entre los que se dicen socios de Govern, el expresidente se merendaría al vicepresidente. Total, como todo es un disparate, situados en el desánimo frente la ineptitud, es mejor optar por reír que por llorar, la carcajada o la risotada antes que la llantina o el berrinche.

A falta de personajes con auctoritas, la política española, en general, y la catalana, en particular, es básicamente fea. Quién tenga dudas que busque la foto de Pablo Iglesias con los chicos de Bildu para hablar de los futuros Presupuestos, expresión nítida de la fealdad de la política que decía y enmarcable en ese juego de ahora te ajunto y luego no te ajunto para aguantar el pacto de investidura. Al margen de con quien se siente, ver al vicepresidente del gobierno de un país de la UE con una camisa roja --la manga remangada, claro-- con pendiente negro azabache y moño es un verdadero poema. Desde luego que cada cual es muy libre de vestir y tocarse con los complementos que le vengan en gana. Quizá uno sea un carcamal asilvestrado, pero me parece básicamente una gran horterada que no se corresponde con la institución que representa. A fin de cuentas, nos representa a todos, sea afecto o desafecto al personaje. ¡No me digan que no es para estar hasta el moño!

Habrá quien prefiera optar por el insulto. Aunque sea por lo bajinis, disimuladamente para no parecer soez. Tenemos un idioma especialmente rico en insultos de todo tipo. Es un arte en el que somos verdaderos maestros. Algún estudio apunta incluso a la existencia de más de cien palabros para llamar tonto a alguien. El insulto tiene la ventaja de la equivalencia: puede tener hasta un sentido democratizador, puesto que iguala a todos, ricos o pobres, altos o bajos, gordos o flacos… Pero ¡cuidado! lo importante es el tono con que se insulte. Hasta el punto de que puede resultar tan ofensivo como halagador.

Piense en cualquier ejemplo, sin necesidad de sugerirle alguno de los más sonoros. Para muestra, un botón: Carles Puigdemont dice de Miquel Iceta que es un “mal parit”, malnacido en castellano puro y duro. ¡Tranquilos! El expresidente dice que es un epigrama, según la RAE una “composición poética breve en que, con precisión y agudeza, se expresa un motivo por lo común festivo o satírico”. La verdad es que no sé qué versión de Puigdemont es preferible: el poeta, el preciso, el agudo, el festivo o el satírico. Personalmente no me gusta ninguno. Pero el aludido, tan calladito y discreto él, sobre todo de un tiempo a esta parte, no ha dicho ni mu. Lo dicho: lo fundamental es el tono, por muy harto que se esté.