Sin que el contexto histórico, los hechos, y la chispa desencadenante que prendió el fuego guarde relación alguna con la realidad actual, podemos afirmar, 110 años después, que Barcelona, y toda Cataluña con ella, está viviendo una segunda Semana Trágica. Y el incendio, que amenaza con convertirse en una devastadora ekpirosis a la griega --según la cosmología estoica, una conflagración o consunción por fuego que pone fin a periodos y ciclos--, amenaza con abrasarnos a todos. No me malinterpreten, no es mi intención subir a la tribuna de oradores a vender miedo y apocalipsis a granel, pero lo que ha ocurrido y ocurrirá en los próximos días es más que preocupante, gravísimo.

No voy a entrar a evaluar ni a opinar acerca de la sentencia dada a conocer por el Tribunal Supremo durante las primeras horas del pasado lunes. Ahí está. Y doctores tiene la iglesia jurídica infinitamente más capacitados que yo a la hora ofrecer un análisis pormenorizado. Personalmente con decir que la acato --aunque no comparto en absoluto ese enrevesado argumento sofista que tilda de añagaza todo lo que hemos vivido día a día durante años-- no hay nada más que yo pueda o deba añadir.

Esa sentencia ha sido, pues era esperada por el nacionalismo catalán como agua de mayo, la chispa que ha hecho saltar por los aires la santabárbara, el pañol de los explosivos; barriendo, en su onda expansiva, la poca razón que restaba y la paupérrima conllevancia que a duras penas manteníamos, y desatando la irracionalidad y la violencia que unos cuantos acariciaban como último recurso, desde que su referéndum ilegal se diera de bruces con la realidad, el Estado de derecho, las fugas, las detenciones y el comienzo de la vía judicial.

En los últimos dos días una legión de abducidos han alterado y casi bloqueado por completo el normal funcionamiento del segundo aeropuerto más importante de España, forzando la cancelación de más de un centenar de vuelos, dejando a miles de viajeros y turistas en tierra, obligando a personas de todas las edades, tripulaciones, azafatas y personal aeroportuario a caminar kilómetros para acceder a sus responsabilidades y trabajos. Muchos tuvieron que pernoctar tirados sobre cartones, indignados, sin comprender qué ocurría. Uno de ellos, un visitante francés de 65 años, con problemas cardíacos, que tuvo que caminar varios kilómetros tirando de su equipaje, ha fallecido. Junto a los policías y Mossos lesionados, dos héroes de la "republiqueta" han perdido un ojo y un testículo debido a las pelotas de goma. Los destrozos en El Prat se elevan a dos millones de euros. La imagen de Barcelona quedó seriamente dañada en esa primera jornada de ira y caos.

Pero lo peor estaba por llegar. Unas horas después, cuando pensábamos que quizá lo peor había pasado, la ANC y Òmnium, tomando el relevo en la convocatoria de “Tsunamis y Hecatombes”, llamaban a sus huestes a sitiar la Delegación del Gobierno en el Ensanche barcelonés. Y al punto unos 40.000 enajenados, según la Guardia Urbana, respondían a la convocatoria. Ayer, durante horas, se sucedieron las cargas, se desató la violencia y ardió Barcelona en infinidad de puntos. El espectáculo, desde la óptica de una sociedad moderna, democrática y europea, recogido en infinidad de vídeos y fotografías que han dado la vuelta al mundo, y retransmitido en directo por la televisión, fue dantesco, inaceptable, triste, desesperanzador. Un absoluto despropósito. El independentismo, en su último embate, perdía la careta, la máscara tras la que se ha ocultado todos estos años. No hay sonrisas, ni fraternidad, ni buen rollo, solo un rostro grotesco y repugnante, y un saldo de 200 heridos, entre manifestantes y policías, y 30 detenidos. En el resto de capitales catalanas el escenario, a menor escala, era muy similar: barricadas, contenedores ardiendo, kale borroka a la catalana, mobiliario urbano destrozado, cargas, vías cortadas, lucha cuerpo a cuerpo y tiendas en llamas.

Viviendo como vivimos en una sociedad hiperconectada, global, resultaba asombroso ver todas esas imágenes, con el corazón atenazado y leer, al mismo tiempo, los mensajes lanzados en las redes por los apóstoles y adláteres de la intolerancia. Marta Pascal, Elsa Artadi, Pilar Rahola, y muchos otros, se llevaban las manos a la cabeza, rasgando sus vestiduras de Armani. “Ese no es el camino”, clamaban. “Así no; así, nunca”, alertaban. Demasiado tarde. El monstruo que han contribuido a crear, alimentado a base de infinitas dosis de ponzoña inyectadas desde sus púlpitos y escaños, ha escapado a su control por completo y anda libre, arrasándolo todo a su paso.

Son muchos los culpables de este orden de cosas. Muchos. Desde Roger Torrent, que ha llegado a efectuar llamamientos a desbordar al Estado y su “represión”, hasta paniaguados como el infumable Toni Soler o Mònica Terribas, que en su habitual monserga matutina, llamaba a la contrición general y al sosiego, acaso consciente de haber abonado durante años la peor de las cizañas. La vergüenza caiga sobre ellos. A mi juicio, y creo que al de cientos de miles de catalanes hartos de esta vergüenza, son, todos ellos, gentuza. Y de la peor calaña. No cabe en la cabeza de ningún ciudadano normal, educado, cívico y demócrata, tanto odio, tanta mala leche, tanta sinrazón.

Ya el miércoles partieron, desde diversos puntos de Cataluña, las denominadas “Marchas por la Libertad”. Y ahí va, en una de ellas, por la autopista de Gerona, el fanático presidente Quim Torra, anda que te andarás --"patim, patam, patum", como en la canción infantil catalana del Patufet-- en dirección a Barcelona. No dio la cara ante los medios tras el desastre de los dos primeros días hasta verse obligado a condenar la violencia. Él está ahí únicamente, según dice, para servir a una parte del pueblo de Cataluña, y para obedecer a Carles Puigdemont, amo y señor de todos los Tsunamis, deleznable alfeñique cuyo nombre quedará escrito, junto al que le precedió y al que le sucedió en el cargo, en la página más negra y nauseabunda de la historia de Cataluña.

Y mientras tanto, mientras durante el tercer día de furia prosiguieron los cortes en carreteras y vías urbanas y férreas, Pedro Sánchez recibió en La Moncloa a Pablo Casado, Pablo Iglesias y Albert Rivera. No se tomarán por ahora, más allá del envío de más contingente policial a Cataluña el próximo fin de semana, medidas especiales. Como ha explicado José Luis Ábalos, el Gobierno tiene a su alcance todos los mecanismos necesarios para actuar como dique de contención del caos cuando sea preciso. Y ha añadido, preguntado sobre lo inconveniente o no de los pactos que el PSC mantiene con el nacionalismo en muchos ayuntamientos e instituciones catalanas, que “gracias a esos acuerdos hemos (el PSOE) frenado al independentismo”. Es para echarse a reír por no llorar.

Cataluña se sume, absolutamente desgarrada en su tejido social, en la incertidumbre más absoluta. Los CDR amenazan: “Hemos comenzado un camino de no retorno”. Todo puede pasar en los próximos días. Miles de ciudadanos comparten, ante ese panorama, su desesperación en las redes sociales. Dicen sentirse abandonados, solos, sin salida, incapaces de ver el final de esta pesadilla.

Vayan con cuidado ahí fuera los próximos días, amigos. Un monstruo enloquecido anda suelto.