Cualquier encarcelamiento es un fracaso social. Lo es incluso cuando se produce como consecuencia de sentencias firmes y muy justificadas. Porque la separación de alguien del resto de sus conciudadanos revela que el conjunto de la sociedad no ha sido capaz de integrarlo, de convivir con él en libertad. Cuando el encarcelamiento responde a órdenes de prisión provisional que afectan a toda la plana mayor del secesionismo catalán, está claro que el fracaso social es enorme. De ahí que yo también sienta pena y tristeza ante una situación como esta. Acato y respeto las resoluciones del magistrado Pablo Llarena, entre otras razones, porque de nada serviría no hacerlo, pero sobre todo porque es lo debido siempre en un Estado democrático y de derecho, y España por suerte sigue siéndolo, aunque algunos se empeñen una y otra vez en negarlo. No obstante, considero que estas medidas son exageradas, desproporcionadas, injustificadas e inoportunas, más allá de que casi todas las órdenes de prisión provisional incondicional me parecen abusivas.

Ya sé que todos y cada uno de los procesados por el magistrado Llarena habían sido reiteradamente advertidos desde toda tipo de instancias, comenzando por las judiciales pero también por las políticas, mediáticas, gubernamentales e institucionales. Sabían muy bien lo que hacían y sabían también a qué se exponían. Con una insistencia digna sin duda de mucho mejor causa, con persistencia e incluso con contumacia, traspasaron una y otra vez la frontera de la ley y provocaron una enorme catástrofe social, económica, política e institucional, de la que ya veremos cómo y cuándo Cataluña logrará recuperarse. A pesar de todo esto, siento tristeza y pena por las lamentables situaciones personales y familiares de todas y cada una de estas personas. Deseo que estas situaciones no se dilaten más allá de lo estrictamente necesario, aunque hoy por hoy esto no sea más que un simple deseo sin más fundamento que una esperanza.

Considero que las medidas de prisión provisional dictadas por el juez Llarena son exageradas, desproporcionadas, injustificadas e inoportunas, más allá de que casi todas las órdenes de prisión provisional incondicional me parecen abusivas

Dicho esto, lo cierto es que en Cataluña estamos viviendo estos días una verdadera Semana de Pasión. No sé si nos encontramos ya en el principio del fin del tan traído y llevado procés, pero sé que vivimos un extraño regreso al pasado de nuestra más reciente historia de cultura católica. Todo comenzó  después de la frustrada sesión de investidura presidencial del exconvergente Jordi Turull del jueves día 22, que puso en evidencia que la tan pregonada mayoría absoluta independentista no existía --a Turull le faltaron los cuatro votos de la CUP, curiosamente el 3% de los 135 escaños del Parlamento--. Porque el viernes día 23, Viernes de Dolores, y el mismo candidato Turull, así como Dolors Bassa, Carme Forcadell, Raül Romeva y Josep Rull comparecieron de nuevo ante el Tribunal Supremo y el magistrado Llarena ordenó su inmediata prisión provisional, pero ahora de forma incondicional, sin posibilidad de fianza y como procesados por la comisión de supuestos delitos de una extremada gravedad, que podrían acarrearles penas de cárcel de gran entidad. El sábado día 24 no hubo ya posibilidad ninguna para un nuevo intento de investidura.

El Domingo de Ramos no fue precisamente de celebración para el movimiento independentista. Muy al contrario: Carles Puigdemont, después de 146 días de huida itinerante por Europa pero con residencia en Bélgica, fue finalmente detenido en Alemania a causa de la euroorden dictada también por el magistrado Llarena contra él y también contra Antoni Comín, Clara Ponsatí, Lluís Puig y Meritxell Serret. Todos ellos están pendientes de si son extraditados o no a España, mientras que muchos otros destacados dirigentes independentistas aparecen también como procesados en esta causa, aunque sea por delitos de menor gravedad.

Así estamos ahora en Cataluña: viviendo una verdadera Semana de Pasión. Con una tristeza ampliamente compartida, con una mezcla de agobio y de alivio, como suele suceder en los duelos. Tanto y tanto hablar de choque de trenes y de callejón sin salida, y ya hemos llegado donde no debíamos haber ido nunca. Este viaje a ninguna parte, que nos prometía una Ítaca idílica como destino, ha llevado a Cataluña de una supuesta e inconsistente preindependencia a una preautonomía muy real y tangible, gobernada desde la Moncloa desde hace ya meses. Ahora en Barcelona, así como en muchas otras poblaciones catalanas, se suceden las manifestaciones de protesta. Muy a menudo son pacíficas, en otras ocasiones no --por suerte, son muy pocas--, con conatos evidentes de guerrilla callejera, de kale borroka a la catalana, a cargo sobre todo de los autoproclamados Comités de Defensa de la República (CDR).

¿Vivimos ya la agonía del procés? No lo creo. El independentismo sigue contando con un apoyo ciudadano muy amplio y bastante consistente. Insuficiente porque no solo no cuenta con una mayoría cualificada sino que ni tan siquiera es una mayoría social, aunque sí lo es parlamentariamente. Vivimos, esto es muy cierto, la cronificación del colapso político, institucional, económico y social de Cataluña. Es una situación de alta intensidad, de muy alto voltaje, de demasiada tensión, de exceso de testosterona. De riesgo de ciclogénesis explosiva. De pasiones enfrentadas y difícilmente controlables, y no ya solo entre dos grandes bloques sino también de confrontación cada vez más evidente en el interior de cada uno de estos bloques. Vivimos en un bucle incesante, en una suerte de eterno empate de Cataluña consigo misma, como si toda la ciudadanía catalana estuviese condenada a una pena de colapso permanente revisable.

Vivimos la cronificación del colapso político, institucional, económico y social de Cataluña

Lo único bueno de todo esto es precisamente que ésta es una situación revisable. Para que de verdad lo sea, unos y otros deben comprometerse a superar estos bloques, deben obligarse a empatizar unos con otros, han de ser capaces de plantar cara a la gravísima irresponsabilidad de la inacción política del Gobierno del PP presidido por Mariano Rajoy, que ha hecho dejación permanente de sus funciones para que los jueces se encarguen en solitario de resolver lo que ha sido, es y será esencialmente un conflicto político, un auténtico problema de Estado. Por tanto, ahora están obligados, unos y otros, y todos en igual medida, a hacer política de verdad, a poner en práctica el arte de lo posible.

Frente a “la conjura de los irresponsables”, como Jordi Amat ha definido con gran lucidez, la salida a esta crisis tan grave pasa por asumir que solo desde la transversalidad de un mínimo común denominador, el del catalanismo plural, inclusivo e integrador será posible acabar de una vez por todas con este inagotable, interminable Vía Crucis.

No, por desgracia está muy claro que esta Semana de Pasión no acabará como es tradicional, esto es con un Domingo de Resurrección. La Pascua de Resurrección tardará aún mucho en llegar a Cataluña. Me temo mucho que ni tan siquiera llegará con la Pascua de Pentecostés, aunque es más que posible que casi por aquellas fechas los ciudadanos de Cataluña podamos ser convocados de nuevo a las urnas. Ahora lo único realmente importante es que no caigamos en aquello tan genuinamente catalán de “fer Pasqua abans de Rams”.