No todos los días se tiene la oportunidad de asistir en vivo y en directo al suicidio asistido y comentado de un país, que es precisamente lo que parece estar pasando con el Reino Unido desde el referéndum sobre su permanencia en la Unión Europea. Son tantos y tan enmarañados los problemas tangibles que el Brexit ha puesto en marcha, y tan intangibles y especulativos los beneficios del aislamiento voluntario británico, que para un espectador desapasionado sería fácil sacar la conclusión de que se ha desatado una pandemia de disonancia cognitiva a lo largo y ancho del país.

Los últimos datos aportados por el banco suizo de inversión UBS indican que un 35% de empresas planea reducir sus inversiones en el Reino Unido, que un 41% planea trasladar una parte sustancial de su producción al continente, y un 42% contempla desplazar su capacidad operativa a la eurozona. Mientras tanto, la inversión extranjera en sectores clave ha caído marcadamente desde el referéndum. Y sin embargo, desde el punto de vista del ciudadano inglés medio, es el continente el que sigue aislado por la niebla del Canal de la Mancha. Y esto es así porque el referéndum fue la demostración de una eurofobia que esconde una psicosis específicamente inglesa, el resultado narcisista de una crisis identitaria consecuencia de su resistencia a aceptar que el Reino Unido dejó de ser una superpotencia en los años 50.

Este pertinaz autoengaño colectivo está en buena parte basado en la nostalgia del imperio, y en la convicción de que una nación como la británica puede, no ya sobrevivir, sino liderar en solitario el mundo del siglo XXI como lo hizo en el siglo XIX gracias a su excepcionalismo. Según esta popular visión, el vínculo con la UE constriñe la capacidad de los británicos para liderar la reencarnación del Imperio Británico a partir de la Commonwealth, cuyos miembros, no obstante, se han apresurado a dejar claro al Gobierno de su Graciosa Majestad que su socio preferente es la UE, y que por lo tanto los tratados de libre comercio con el Reino Unido no son prioritarios. Todo ello mientras Trump inicia una guerra comercial que el Reino Unido tendrá que campear sin el paraguas de la UE. 

Lo cierto es que, quizás porque el desvanecimiento del Imperio Británico haya sido fruto de una proceso de decadencia gestionada, antes que un evento cataclísmico como nuestro 1898, su desaparición nunca ha acabado de ser aceptada, ni mucho menos interiorizada, en la psique británica. Y sin embargo, su caída es tan real como lo fue la del Imperio Español. En el caso británico, su declive comenzó en la Primera Guerra Mundial, cuando al tratar de contrarrestar el surgimiento del poder industrial alemán, Inglaterra sacrificó a las jóvenes élites de Oxford y Cambridge en las trincheras del Somme y arruinó el país hasta el punto de que ya no era sostenible mantener sus dominios de ultramar en el nuevo orden mundial wilsoniano.

Esta decadencia se confirmó al finalizar la Segunda Guerra Mundial, que dio lugar a un mundo bipolar, en el que la antigua nación colonial quedó reducida a ser una gloria testimonial que aparentaba tener un estatus de superpotencia mediante la costosa vanidad de entrar en el club atómico, mientras se mantenía el racionamiento y se pagaban los plazos de los créditos americanos al esfuerzo de guerra británico, cuya última letra venció en diciembre de 2006. El canto del cisne del Imperio Británico tuvo lugar en 1956, cuando EEUU puso en su sitio de manera humillante al Reino Unido en lo que fue el último acto del colonialismo europeo en Suez. El telón cayó definitivamente en 1997, tras la cesión de Hong Kong a China.

Tal fue la profundidad del declive británico desde 1945, que el país fue llamado el enfermo europeo durante los años 60 y 70, sumido en una crisis económica perenne, con una inflación estratosférica y huelgas continuas que paralizaban el país al punto de tener una semana de tres días laborables. Fue en este contexto en el que el Reino Unido se unió, en 1973, a la Comunidad Económica Europea tras un referéndum que logró un 67% de votos favorables a formar parte del proyecto europeo. Ningún otro país, con la excepción de España, se ha visto tan radicalmente beneficiado por pertenecer a la Unión Europea como el Reino Unido, que vio cambiar su suerte gracias a la estabilidad que le dio ser parte del mercado único.

No obstante lo cual, una mezcla de memoria selectiva, ignorancia de la propia historia, y la exaltación folclórica de los mitos del pasado ha permitido a un 52% del electorado británico dejarse embriagar por un exceso de confianza que ha desatado su mayor crisis constitucional y política en tiempos modernos, y cuyos resultados podrían muy bien poner fin a la propia estructura nacional del Reino Unido tal y como la conocemos: uno de los asuntos más intratables de la salida del Reino Unido de la UE es la necesidad de que exista un frontera de la UE en Irlanda del Norte si el Reino Unido decide no estar en el Espacio Económico Europeo, algo de lo que abjura la primera ministra Theresa May.

Al otro lado de la mesa, la República de Irlanda se niega a tener una frontera con Irlanda del Norte, posición que cuenta con el apoyo de la UE, como garante de los acuerdos del Viernes Santo que llevaron la paz a Belfast y que aseguraba la libre circulación entre las dos Irlandas. Recientes encuestas apuntan a un aumento sustancial en el número de norirlandeses favorables a la reunificación de Irlanda del Norte y la República de Irlanda, dándole súbitamente plausibilidad a la posibilidad de diezmar un Estado cuya configuración actual se remonta al acuerdo entre Inglaterra y el Rey de Escocia de 1707 que dio lugar a la Gran Bretaña, y la anexión por la fuerza de Irlanda en 1800 que creó el Reino Unido de la Gran Bretaña e Irlanda.

La aparición estentórea del genio nacionalista inglés, que la pertenencia al proyecto europeo había mantenido en la botella, y que se manifiesta ahora en la obcecación por un “espléndido aislamiento” que dé sentido y predominancia a la identidad inglesa, puede deshacer los pactos implícitos que mantienen unidas las naciones que forman el Reino Unido,  provocando una crisis existencial que les obligará a dar sepelio a un imperio que ya sólo existe como melancolía.