La gente que ha abrazado el nuevo credo mesiánico separatista no acostumbra a reflexionar sobre el alcance de su planteamiento y tampoco quiere escuchar aquello que va en contra de su nueva religión. Se limita a repetir simplezas con mucha base intestinal y poca base racional. Victimismo, lamentos, quejas infantiloides, cifras manipuladas y demagogia biensonante caracterizan su discurso.

El proyecto independentista tampoco tiene justificación racional en el campo económico. No hay más que observar a las miles de grandes empresas y patrimonios familiares que han huido de Cataluña en los últimos meses para intuir que una hipotética secesión sería una ruina para los catalanes. No se han ido de Cataluña por casualidad. Esos “exiliados” económicos han hecho un profundo análisis del altísimo coste económico de este nuevo y subvencionado virus patriótico que tiene paralizadas cientos de inversiones.

La ruptura con España nos condenaría a un tenebroso aislamiento económico y un empobrecimiento sin precedentes. La ruptura económica con tu principal cliente (resto de España) y la expulsión inmediata de la Unión Monetaria Europea nos empujaría a un abismo económico que duraría años. La riqueza catalana, expresada en términos de PIB, caería más de un 20%, incluso sin tener en cuenta los costes de adoptar una nueva moneda.

Hay que estar muy lobotomizado para no ver que prescindir del euro, salir del paraguas del BCE y de la zona económica de libre circulación de mercancías encarecería las exportaciones y limitaría el crédito comercial. Esa ruptura del marco económico y legal implicaría una mayor incertidumbre que mermaría la competitividad de cualquier empresa. Si a estos elementos le sumamos la creación de nuevas fronteras, nuevos aranceles, dejar de recibir fondos europeos y descolgarnos del Banco Europeo de Inversiones, el escenario sería desolador.

Pero no sólo son estas las consecuencias de una hipotética secesión. Los mercados huyen de todo aquello que suene a desequilibrio e inseguridad. El dinero es lo más asustadizo que hay. Se dispararían automáticamente las primas de riesgo hasta tal punto que harían no financiable la creación de un nuevo país que necesitaría crear nuevas estructuras de estado como la seguridad social, defensa, instituciones financieras y fiscales, tribunales de justicias, control aduanero y de fronteras, diplomacia internacional, negociación de nuevos tratados de adhesión a instituciones internacionales, entre otras.

Por otro lado, además, en ninguna cabeza sensata cabe la idea de irse y dejarle todas las deudas al anterior “casero”. Al menos, esa nueva Cataluña debería asumir unos 180.000 millones de euros, como parte proporcional de la actual deuda pública española. Obviamente, ese nuevo estado también debería asumir el coste de las inversiones en ejecución y otros proyectos vitales como las interconexiones energéticas con Francia.

Estos elementos dispararían las cifras de desempleo, comprometerían el cobro de pensiones, resto de prestaciones sociales y obligaría a subir los impuestos más aún. Ningún gobierno del mundo soportaría tal tsunami económico. Ni siquiera uno dirigido con un líder supremo “sin baches en el ADN”. La paz social, el equilibrio social y la convivencia se romperían en mil pedazos, más aún cuando la mitad de Cataluña es abiertamente contraria a esa secesión.

En definitiva, sin empresas, sin España, sin Europa, sin dinero, sin financiación asumible y con todo por hacer, la independencia de Cataluña es una atolondrada quimera que sólo se puede defender utilizando el intestino para pensar. Condenar a dos generaciones de catalanes a la miseria para que los aburguesados patrimonios separatistas de tota la vida sigan creciendo. Es un suicidio.