Una forma de acercarse al debate sobre la secesión es tener en cuenta el contexto político y filosófico en el que se enmarca. Como se sabe, en su dimensión territorial, las reivindicaciones sobre la disolución del demos que sostiene el Estado suelen redirigirse a asuntos vinculados con el nacionalismo, sobre todo tras el final del socialismo real y la pérdida de prestigio del principio de solidaridad (véase la destrucción de Yugoslavia). Sin embargo, resulta patente que el fenómeno tiene otras derivadas individuales que no debiéramos perder de vista a la luz de fenómenos que se dan en nuestras sociedades en la actualidad: Antonio Pau, en su último libro, nos habla de la “escapología” como una manera de huir de la realidad, mientras que Giovanni Orsina destaca el efecto devastador que el narcisismo de la identidad ha tenido en el funcionamiento de las democracias.

Más allá de estas cuestiones periféricas, la secesión territorial seguirá teniendo presencia en el debate político español. El presidente de la Generalitat lo recuerda en cada intervención. En el País Vasco dicha reivindicación opera de forma implícita: el PNV no necesita esgrimir una amenaza de separación diaria como consecuencia de las prebendas que obtiene en las Cortes Generales y en sus negociaciones directas con el gobierno de Sánchez. Ello sin olvidar la operatividad de la Disposición Adicional 1ª de la Constitución. Tarde o temprano, como ya hemos apuntado, no resulta descartable que nuestro país tenga que abordar otra vez una demanda que quizá solo pueda discutirse sosegadamente en aquellas sociedades pragmáticas donde los grandes principios suelen dar paso a soluciones empíricas (mundo anglosajón).

Pero la discusión sosegada puede producirse cuando se aplica una cierta claridad conceptual. Nada ejemplifica mejor la pérdida de sentido del lenguaje político español que la aparición intempestiva del derecho a decidir. Con origen en la lógica reproductiva --nosotras parimos, nosotras decidimos-- el éxito de la noción impulsada por Ibarretxe en la Cataluña procesista fue fulminante y pronto se ha ido extendiendo al resto del país encontrando aplicaciones muy diversas (nótese la generalización de votos particulares en el Tribunal Constitucional, donde parece haber desaparecido la deliberación en el Pleno). El decisionismo reduce la democracia a la lógica plebiscitaria, sorteando las exigencias consensuales de los modelos parlamentarios y la protección de las minorías políticas: eso fue lo que ocurrió en Cataluña en otoño de 2017, donde emergió una praxis de soberanía que creíamos desterrada en Europa después de la II Guerra Mundial.

Prosigamos. Tienen cierta razón los que dicen que en el tema de la secesión ha predominado el aspecto jurídico en España. Hemos discutido la constitucionalidad de un referéndum consultivo a partir de lo prescrito por el art. 92 CE y la posibilidad de reformar la Norma Fundamental para establecer una cláusula de separación de una Comunidad Autónoma. Mi --irrelevante-- opinión sobre este asunto se sostiene en el vínculo que existe entre tiempo y Constitución: esta es una norma perpetua cuyos bienes --entre ellos la democracia y la riqueza común-- pertenecen a las generaciones futuras y cuya unidad no puede disolverse como si fuera una sociedad anónima por las generaciones presentes. Más allá de estos extremos legales, sin embargo, el fuste intelectual ha sido escaso porque la legitimidad de la secesión se pretende sustentar en un despliegue democrático que con sus límites procedimentales y umbrales mayoritarios trata de domesticar el fenómeno y disuadir su ejercicio, tal y como ha ocurrido en Canadá con el caso de Quebec.

Contra esta “amoralidad” de la secesión acaba de publicar un breve pero extraordinario libro Félix Ovejero, filósofo que no requiere ninguna presentación. En apenas un centenar de páginas, el profesor barcelonés refuta de forma analítica las teorías sobre las que se suelen levantar las reivindicaciones separatistas, apuntando que solo la reparación por daños causados por una injusticia avalaría los procesos de autodeterminación. De paso, manda dos mensajes fundamentales: el primero, que el principio de distribución que equilibra necesidades y capacidades de los ciudadanos adquiere sentido y se refuerza cuando se amplían las comunidades políticas y no se reducen. Diría entonces que este no es un libro para la izquierda (plurinacional) española, que no solo persiste en sus errores programáticos, sino que se niega a aprender de sus filósofos de cabecera.  

El segundo es más importante y nos interpela a todos: una buena democracia solo es posible cuando el sistema institucional va más allá del mercado de las ideas y permite discutir sobre buenos y malos argumentos. No sé si es nuestro caso.