El conocimiento de que el Gobierno de Pedro Sánchez y el Govern de Quim Torra buscaban un relator para ordenar y levantar acta de las reuniones ha provocado una escandalera sin precedentes en la convulsa política española desde que Mariano Rajoy fue desalojado del poder por una moción de censura. Superándose a sí mismo, Pablo Casado ha calificado a Sánchez de “ilegítimo, felón, traidor, desleal, okupa, incapaz, irresponsable” y “mentiroso compulsivo”. Lo ha comparado con un presidente que comete delitos de narcotráfico, ha asegurado que cada día que pasa el líder del PSOE en la Moncloa “es un escarnio a la historia democrática de este país” y, atención, ha vuelto el “todo es ETA” y ha sentenciado que la aceptación del relator “es lo más grave que ha vivido la democracia española desde el 23 de febrero de 1981”. Es decir, que incluso es peor que el referéndum del 1-O o la DUI, que, por cierto, se produjeron mientras gobernaba Rajoy.

Toda esta sarta de insultos y de desmesuras los resumió el segundo de Casado, Teodoro García Egea, siempre un escalón más allá, en que Sánchez se había rendido a los independentistas. ¿Pero no se había rendido ya Sánchez al aceptar los votos de ERC y el PDeCAT en la moción de censura? ¿Cuántas veces puede rendirse alguien? La lógica dice que uno solo puede rendirse una vez porque, después de haberlo hecho, ya lo está para siempre mientras no rectifique. Esta formulación lógica invalida la credibilidad de las acusaciones del PP contra Sánchez, del mismo modo que la exageración, el exceso, como decía Talleyrand, lleva a la insignificancia o a la presunción de que ni los acusadores se creen en realidad lo que dicen.

En esta furibunda reacción, Albert Rivera no se ha quedado atrás, ha hablado de “humillación” y se ha apuntado desde el minuto uno a la manifestación “por la unidad de España” que se celebra hoy en la plaza de Colón de Madrid, presidida por la bandera gigante que hizo instalar allí José María Aznar. También Vox, desbordado por el radicalismo de Casado, no ha tardado en añadirse a la concentración. Barones moderados del PP que se habían desmarcado, como Alberto Núñez Feijóo o Juan Manuel Moreno, han rectificado y finalmente no desoirán el toque de pito.

Este desmadre injustificado no exculpa, de todas formas, la actuación del Gobierno de Sánchez en este embrollo y las responsabilidades apuntan hacia la vicepresidenta, Carmen Calvo, incapaz de explicar desde el primer momento de qué se trataba lo del relator y a quién implicaba. La prueba de los errores de comunicación --no se sabía si el relator era para las reuniones de gobiernos, para las de los partidos españoles o solo para las de los partidos catalanes-- es que al principio cada medio interpretó una cosa distinta. Después, Calvo aclaró que era para la mesa de partidos que ya existe en el Parlament --a la que no asisten ni PP ni Ciudadanos ni la CUP--, pero la consellera Elsa Artadi la desmintió y dijo en TV3 que la vicepresidenta había aceptado hasta tres veces en privado la mesa de partidos españoles. Al final, el viernes se supo que había dos mesas, una de gobiernos y otra de partidos, incluidos los de ámbito español, pero como las negociaciones se dieron por rotas, no habrá ni mesas ni relator ni nada. Como es preceptivo, ambas partes se echaron la culpa de la ruptura.

Sin desechar la responsabilidad de Sánchez, este ha sido, como diría Rajoy, otro lío en que Carmen Calvo ha metido al presidente. Como ya hizo con el fracaso de la exhumación de los restos de Franco --donde fue desmentida por el Vaticano, al que implicó en el asunto-- y cuando asombró a todo el mundo al decir que el presidente del Gobierno no había cambiado de opinión sobre el delito de rebelión porque cuando pensaba de modo distinto no era presidente. Calvo falló asimismo en la coordinación del Gobierno cuando salieron a la luz contradicciones en la venta de armas a Arabia Saudí o en el impuesto sobre el diésel.

El fondo del asunto, sin embargo, no se agota en la polémica absurda sobre el relator. Es evidente que era una figura innecesaria --bastaría con levantar actas de las reuniones y firmarlas--, pero tampoco se hubiera hundido el mundo si se hubiese instaurado, dejando bien claro, eso sí, que no tenía nada que ver con el mediador internacional que reclaman los partidos secesionistas. Rajoy --al que se le reprocha su pasividad, pero al que los independentistas ya añoran-- usó mediadores en el procés (Joan Rigol o Íñigo Urkullu) y Aznar en sus negociaciones con ETA, sin que nadie se rasgara las vestiduras.

Es evidente que el conflicto existente sobre Cataluña solo puede resolverse mediante el diálogo, sin interferir en la vía judicial, cuyo proceso se inicia el martes, pero también con negociaciones políticas porque se trata de un problema político. La duda es si la triple derecha, por una parte, y los independentistas, por otra, tienen voluntad de encarar el asunto. La derecha repite cada día que Sánchez hace concesiones al independentismo con el único objetivo de seguir en la Moncloa, pero, sin negar que eso sea cierto, ¿qué otra cosa buscan Casado y Rivera? Desde luego, no intentar encontrar una solución en Cataluña, sino solo alcanzar el poder. La escandalera y la manifestación de Colón solo persiguen la conquista del poder.