Con apenas dos votos de diferencia (167 a favor y 165 en contra), Pedro Sánchez se ha convertido por segunda vez en presidente. A continuación, deberá conformar el nuevo gobierno de acuerdo a lo previsto en el art. 100 de la Constitución, lo que aún puede tardar algo de tiempo habida cuenta de que nos encontramos ante un ejecutivo de coalición, algo inédito en un sistema político acostumbrado a navegar por las cómodas aguas del bipartidismo. No me parece banal apuntar, además, que el futuro gobierno salido del acuerdo programático del PSOE--Podemos culminará el cambio generacional que ha sufrido España desde la aparición del 15–M hace casi una década: de la vieja a la nueva política.

Desde la perspectiva institucional, es importante señalar que al menos en esta ocasión, las reglas y los tiempos previstos en el art. 99 CE han sido aparentemente respetados. El abrazo entre el líder socialista y Pablo Iglesias 24 horas después de las elecciones generales, ya presagiaba un acuerdo de fondo que solo necesitaba de la polémica abstención de ERC y de Bildu para materializarse.

Nos guste más o menos, España no podía seguir más tiempo con un gobierno en funciones y unas Cortes Generales paralizadas. Esta vez no ha habido que lamentar investiduras fallidas ni rechazos a los “encargos” realizados por el monarca en su función arbitral. No obstante, sería importante que el conjunto de las fuerzas políticas consensuase alguna reforma constitucional, legal o reglamentaria, que agilice el proceso de investidura y prevea posibles colapsos que conduzcan a la repetición de elecciones.

El presidente Sánchez y su gobierno tendrán, en todo caso, una exigua confianza parlamentaria. Si la investidura ha sido agónica, no quiero imaginarme cómo puede desarrollarse una legislatura dependiendo de los votos de una miríada de partidos nacionalistas y regionalistas. La aprobación de los presupuestos será una auténtica prueba de esfuerzo, sobre todo teniendo en cuenta que los límites de déficit estructural previstos en el art. 135.2 CE acaban de entrar en vigor el 1 de enero de 2020.

Habrá que ver de qué forma el gobierno de la diversidad es capaz de cohonestar las reivindicaciones territoriales y la consolidación de un Estado del bienestar que se sostiene sobre un a priori del que ya dio cuenta Claus Offe a tenor de la falta de solidaridad en la Unión Europea: “sin nación no hay (mucha) redistribución”.

Pero más allá de estas cuestiones, la sesión de investidura ha tenido un alto contenido simbólico: el PSOE ha atornillado por primera vez la estabilidad del gobierno a formaciones que impugnan claramente el consenso y la Constitución de 1978. La estridencia y la falta de decoro parlamentario de parte de la oposición y el modus operandi del ya presidente, ajeno desde hace tiempo a cualquier pretensión de veracidad, ha impedido conocer a la ciudadanía saber si estamos ante una coalición meramente coyuntural o un más bien ante un proyecto de fondo que intentará poner las bases para cambiar las reglas del juego político y los elementos estructurales del Estado constitucionalizado hace más de 40 años. Para este último fin, se necesita –me parece- un consenso hace tiempo destruido y, sobre todo, una concordia nacional de la que hoy también parece que carecemos.