Pedro Sánchez apuesta por el sosiego político para mejor lucir los largos meses de inversión del dinero europeo que deben preceder a las elecciones generales. Al menos, quiere evitar los roces internos con Unidas Podemos en el gobierno y engrasar debidamente la relación con el PSOE, especialmente en vísperas de un congreso que naturalmente quiere ganar. Las voces discrepantes de esta arcadia diseñada quedan reservadas a la derecha en sus variaciones cada día más difíciles de identificar en su deriva extrema. Es un buen desiderátum para irse de vacaciones, luego ya veremos.

La maniobra del presidente del Gobierno ha sido notable y llega tras su renovación en el PSOE andaluz. En un solo movimiento ha dado por saldada su deuda política con Ábalos y Calvo, quienes le ayudaron en su resurrección orgánica y electoral pero que a la postre se habían convertido en una carga, fuentes de inconveniencia en el gobierno de coalición; ha reforzado su entorno de confianza promoviendo al ministerio de Presidencia a su fiel amigo Félix Bolaños y llamando a otros para diferentes cargos; y ha reconectado con el PSOE de Pérez Rubalcaba al situar a Óscar López al frente de Moncloa.

Y además, para despejar cualquier duda que pudieran alimentar los socios de Unidas Podemos sobre de qué irá la cosa en los próximos meses, ha encumbrado a la ministra de Economía Nadia Calviño a la primera vicepresidencia. La salida de Pablo Iglesias del ejecutivo habrá facilitado la nueva entente; siempre es mejor entenderse con una comunista de toda la vida como Yolanda Díaz que con versiones de laboratorio de la lucha de siempre.

El balneario con el que sueña Sánchez no era el lugar adecuado para Iván Redondo. El sobresalto supuestamente genial no tendría sentido en una etapa de planificación y gestión en el que el protagonismo deberá ser la recuperación económica y la renovación estructural. Redondo se habrá ido por voluntad propia o por decisión de Sánchez, qué más da, en todo caso, conociendo los planes del presidente, que le convertían en prescindible y sabedor de que su salida aliviaría la intranquilidad del PSOE respecto de su gestión. La decisión de situar al abogado Francesc Vallès en la Secretaría de Estado de Comunicación confirma el interés de la presidencia para huir del artificio hiper especializado. Tal vez, además, Sánchez no esté dispuesto ya a escuchar según qué propuestas; al fin y al cabo, nadie le gana a él en autoconfianza.

En todo este movimiento perfectamente explicable, parecería chirriar el cambio de ministerio de Miquel Iceta. Iceta será un buen ministro de Cultura y podría haber sido un buen ministro de Política Territorial y portavoz del gobierno. Sánchez ha despejado cualquier duda sobre el peso del PSC al concederle un nuevo ministerio, nada menos que el de las infraestructuras; por ahí, pues, no hay mayor historia. Todo hace pensar que el cambio de Iceta se debe al inevitable equilibrio político-territorial del propio gobierno. Y con Cataluña en el horizonte.

El presidente Sánchez no tiene ninguna varita mágica para ofrecer a la Generalitat ninguna propuesta que vaya al fondo del problema crónico del encaje de Cataluña en España. La que podría tener (la reforma federal) es imposible ni tan solo de verbalizar en estos tiempos de un PP montaraz y con expectativas de victoria electoral. Mal que pese reconocerlo, a corto plazo no hay vía política, a pesar de ser proclamada como vía predilecta a diario; lo que existe es una senda económica, inversora, financiera, incluso competencial, que recorrer. Las tesis serán las del PSC pero el protagonismo le corresponderá al PSOE, porque parece apropiado frente a la opinión pública española y porque así lo prefieren los independentistas. A Iceta y a Salvador Illa no les puede sorprender.