En las pasadas sesiones de investidura, los telespectadores --no así los radioyentes-- pudieron contemplar la oposición “salvaje” a la coalición “progresista”. Si el ciudadano no era militante --o fervoroso votante de algún partido de la autodenominada izquierda-- también pudo ver y oír el apoyo “salvaje” a la citada coalición de gobierno.

El desarrollo y el resultado de los debates fue desolador. Cualquier persona con conciencia ciudadana de izquierdas o de derechas pudo constatar, tan solo observando las maneras y la pobreza dialéctica del candidato, que el Congreso ya no se merece ese nombre de asamblea de representantes para debatir y legislar. Cuando le replicaba un adversario, Sánchez se limitaba a poner cara de ausente y, únicamente cuando escuchaba algo, arqueaba las cejas o negaba con el recurrente ¡qué barbaridad! Mientras, sonreía como una efigie sin el menor interés. Así sucedió, por ejemplo, tras la primera intervención de Arrimadas, cuando Sánchez le respondió con un papel redactado e impreso previamente. Aún más, la siguiente réplica la realizó leyendo otro papel impreso. Cuando se elude responder es porque o no se tiene opinión alguna o porque se desprecia una norma básica de cualquier democracia: debatir respetando al adversario.

El candidato no fue el único que se limitó a representar su papel. Los líderes del resto de los partidos hicieron lo propio, destacando unos más que otros. Los jefes de las tribus pusieron énfasis especial en predicar para su parroquia, mientras ignoraban a los presentes. Baldoví tuvo el descaro de afirmar que por fin la agenda valenciana entraba en el gobierno gracias al pacto PSOE-Compromís. ¿Se revolvieron en sus escaños los diputados socialistas valencianos? Bassa elevó el tono del teatro emocional hasta que se hundió con su comino. Arrimadas volvió a recurrir a los infantiles e innecesarios cartelitos cuando mostró la carpeta del imaginario currículum de Lastra. Matute y Rufián aludieron a Andalucía, mientras los diputados socialistas andaluces tragaban quina, mucha quina.

Aitor Esteban se destornillaba cuando el diputado de Navarra Suma evocaba sus víctimas de ETA y le recordaba que su tierra no es Euskadi. Los de Vox actuaron como si una falange fuera, prietas las filas y al grito de viva y más vivas. A Suárez Illana no se le ocurrió mejor protesta que dar la espalda a los cincuentones hispanófobos de Bildu. Y a Jordi Salvador, el escupidor de ERC señalado por Borrell, le motivaba tanto Arrimadas que, mientras ella hablaba, le dedicaba hiperventiladas sonrisas y levantaba una mano haciendo la señal de victoria.

Y como sucede en una representación tragicómica hubo también tiempo para risas y para llantos. El de Iglesias fue estremecedor. Las lágrimas del líder de Podemos han debido enternecer tanto a sus fieles que, quizás, han olvidado aquellos tiempos en que su líder criticaba --y con razón-- la endogamia universitaria o los matrimonios con cargos en los gobiernos PPSOE. Los marqueses de Galapagar han conseguido normalizar la impunidad moral de la izquierda. Punto final al 15M y a los sueños de regeneración.

El teatro culminó con el besamanos al presidente Sánchez. Unos tras otros y otras tras unas, sus señorías socialistas escenificaron un acto de sumisión a su líder, olvidando una premisa fundamental: son representantes de los ciudadanos de sus respectivas provincias, no serviles diputados a los pies del líder más audaz y cínico que ha conocido nuestra democracia.

Cierto, fue una farsa, una (tragi)comedia, pero después de la representación ha de comenzar la práctica política. Por extraño y difícil que parezca, todo forma parte de la misma realidad: el asombroso arte de gobernar.