Primer día de apertura de una tienda Zara de Madrid en la desescalada de la primera ola de la pandemia. Filmación ofrecida en el telediario de TVE1: ante la puerta del almacén una larga cola de compradores impacientes, mayormente jovencitas, que entran en tromba cuando la tienda abre las puertas. Las tiendas llevaban cerradas tres meses, no una eternidad. ¿Qué urgencia objetiva había para comprar una prenda? Ninguna. Los roperos de los ansiosos clientes seguro que estaban suficientemente proveídos como para no sentir tal apremio.

La anécdota --no tan banal-- es una muestra de la alienación por el consumo (superfluo). En nuestro mundo occidental la sociedad realmente existente ha creado --publicidad mediante-- unos hábitos y unas necesidades de consumo en buena medida irracionales. Lo superfluo --con toda la subjetividad que se quiera atribuir a lo superfluo-- prima sobre lo necesario. La paradoja es que el consumo, el superfluo y el menos superfluo, determinan (salvan o hieren) el sistema productivo tal como funciona hoy.

 Padecemos la pulsión irresistible de comprar unos pantaloncitos, un polo o unas bambas, tomar una paella en una terraza, ir a bares o discotecas por la caña o por el gin, escapar a la playa o a la montaña o ir de vacaciones los que se lo pueden permitir. Sin olvidar la irrefrenable afición juvenil al ocio nocturno y al botellón.

Se objetará que éste es un consumo menor ligado a pequeñas satisfacciones personales. Sin duda lo es, pero vale para identificar un modo de concebir las necesidades, fácilmente excitable y, según las disponibilidades económicas, desplazable en busca de satisfacciones mayores, arrinconando las prioridades.

Ese ha sido el marco mental y social en el que las autoridades, principalmente las del Gobierno de España, han tenido que tomar medidas, imponiendo restricciones, duras y prolongadas muchas de ellas --no más severas que las de Alemania con una incidencia en contagios siempre menor a la de España-- para combatir la pandemia, aliviar las tensiones del sistema productivo y proteger a la población. ¿Cómo se ha tratado culturalmente esa obligada imposición? Mal, muy mal, tanto en la primera ola como ahora en la quinta. Y la comunicación es parte esencial de la gestión.

A la mejorable política informativa de la pandemia por parte de todas las autoridades se añade el tratamiento superficial de las televisiones con ese toque entre cercano y kitsch que las caracteriza.  

TVE1, la cadena pública que, a pesar de su declive, sigue marcando estilo y orientación, además de ignorar (o casi) a la industria, que aguantó bien mientras no fallaron los suministros, a lo largo de los inhóspitos meses de la pandemia en sus telediarios ha presentado un desfile continuo de damnificados por las restricciones: hoteleros, restauradores, patronos de bares, discotecas y espectáculos, camareros, dueños y empleados de comercios, taxistas, agencias de viajes, etcétera, y de abatidos consumidores quejándose de no poder consumir.  

En cambio, escasa atención --con frecuencia, ni una palabra durante días-- al sentido y la necesidad de las medidas, que solo mencionaban espontáneamente científicos y expertos entrevistados. La cadena pública alemana Das Erste (La Primera) dedicó casi en cada telediario una machacona explicación del porqué de las restricciones. En Alemania tampoco se evitaron resistencias a las medidas, pero los oponentes no pudieron alegar ignorancia.

Por fin, Fernando Simón ha dicho, en la quinta ola, lo que debería haberse repetido hasta la saciedad: “Las medidas no son para restringir derechos, sino para controlar la enfermedad”. Falta añadir que las autoridades no deben pedir responsabilidad, sino que tienen la obligación de imponerla con medidas sensatas y explicadas.

La consecuencia de tan deficiente política informativa ha sido que el común de la gente se ha quedado con la impresión de que se dictaban prohibiciones caprichosas, abusivas, sentidas como un castigo impuesto por el Gobierno y, en concreto, por su máximo representante, Pedro Sánchez.

Isabel Diaz Ayuso supo captar como nadie ese (mal)humor ambiental. Percibió que le habían hecho gratis la campaña electoral. Con desparpajo y simpleza instrumentalizó la palabra libertad, colocándola en frontispicios y pancartas. Ella liberaba “a la madrileña”: “Conmigo os podéis tomar unas cañas”, mientras que Pedro Sánchez castigaba “a lo socialista”. Y así fue tejiendo “antisanchismo”, su variante pinturera y castiza del antisocialismo.

Los errores de comunicación en torno a la pandemia han contribuido a desmejorar nuestra autoestima colectiva, cuando, aun teniendo que lamentar gravísimas consecuencias de la pandemia en fallecidos, enfermos, paro y damnificados económicos, España en atención hospitalaria, investigación, vacunación y preservación del sistema se ha podido comparar con los otros países europeos, incluso con ventaja respecto a algunos.  

Pero esa pretendida contrapuesta función de Sánchez y Ayuso va más allá de la gestión de la pandemia: sin corrección, deviene una interpretación universal y reductora de la política. Para preservar su credibilidad como alternativa de gobierno, el PP debe acreditar que el “ayusismo” solo ha sido una manifestación local, frívola y ocasional de la política.