Pedro Sánchez asumió ayer en el Congreso, en primera persona, los errores que pueda haber cometido su gobierno en la gestión de la crisis sanitaria y económica. Según sus cálculos, estamos a mitad del primer gran confinamiento por coronavirus, que bien podría no ser el último, y justo en el momento de iniciarse el proceso de desescalada, el presidente del gobierno (no hace falta añadir español porque en España solo hay un gobierno) ha decidido cargar sobre sus espaldas toda la responsabilidad de las numerosas decisiones tomadas al amparo del estado de alarma. Su declaración no tiene más valor que el de un ejercicio retórico, porque ¿quién iba a cargar con tal responsabilidad sino él?

Desde el primer día, Sánchez quiso que fuera así, así ha sido y así será hasta que este primer brote de coronavirus nos ofrezca una tregua para adecuar nuestras vidas al futuro inmediato, bautizado oficialmente como “nueva normalidad”. Sería precipitado aventurar los errores y los aciertos de la estrategia operativa decidida por el gobierno; habrá que aguardar al balance definitivo y a las consecuencias humanas, sociales y económicas que le sigan; a la comparativa con otras fórmulas aplicadas en países vecinos; al análisis detallado y científico de lo hecho y de lo rechazado en función de las condiciones previas de nuestro sistema de salud, de la capacidad de nuestro estado de bienestar y de las posibilidades económicas y sociales existentes al desatarse la pandemia. Paciencia.

Otra cosa son las formas utilizadas por el presidente del gobierno para ejercer todo el poder concedido por la declaración del estado de alarma. Hasta la fecha, Pedro Sánchez se ha presentado de tres formas distintas en sus muchas comparecencias. En un primer momento, era un gobernante determinado y animoso que llegó a creer que estábamos ante un susto monumental que iba a abrir un paréntesis en nuestras vidas. Unas semanas más tarde, ante la amenaza de colapso asistencial por la llegada del punto álgido de contagio y mortalidad exhibió una sensación de inquietud y alarma que resultó fundada y altamente precisa.

Ahora mismo, cuando el paréntesis inicial se ha transformado en una transición hacia una nueva forma de entender la normalidad, o sea de vivir, se muestra como un dirigente resignado a administrar de la mejor manera posible la fuerza de los acontecimientos, aunque relativamente cómodo en su posición de único responsable de lo que vaya a pasar, para bien y para mal.

Pedro Sánchez no solo ha asumido toda la responsabilidad, que por otra parte le corresponde, sino que no comparte riesgos políticos con nadie, excepto con sus socios de Unidas Podemos, muy en segunda línea por mucho que Vox crea que de ésta saldremos comunistas  ¿No ha querido o no ha podido compartir la contingencia?

La gestión de esta emergencia es altamente peligrosa porque la muerte y la perspectiva de ruina económica no son fáciles de digerir por una sociedad de bienestar que vivía falsamente en la creencia de estar blindada ante las desgracias de los otros leídas en los periódicos. Y sin embargo, desde el primer día, el presidente del gobierno se instaló en la soledad más arquetípica del gobernante, aderezada con genéricas apelaciones a la solidaridad de la oposición, de sus socios parlamentarios y de los presidentes autonómicos citados a una simpática tertulia dominical.

La actitud de la derecha es de una deslealtad monumental, solo superada por la de algunos presidentes autonómicos obsesionados por lo suyo; sus socios parlamentarios manejan el chantaje de la estabilidad con un descaro irritante; la mentira más grosera substituye la argumentación política con demasiada frecuencia, todo esto es innegable.

Pero también lo es que resulta desconcertante no mantener informado de los planes al principal partido de la oposición (y a todos en general) cuando cada quince días se les pide el voto para reeditar el estado de alarma; o no respetar como mínimo la lógica institucional de informar a los presidentes autonómicos de las medidas que deberán gestionar sus administraciones antes de ser aprobadas por el consejo de ministros y de ser comunicadas a la población.

De mantener el gobierno el cuidado de estas formalidades institucionales tal vez nada habría cambiado y la beligerancia de sus opositores parlamentarios y autonómicos sería la misma, o peor, porque quizás habrían jugueteado con las filtraciones para desacreditar medidas en estudio. En todo caso, se les habría negado una excusa para intentar justificar el acoso partidista al que someten al ejecutivo en tan delicadas circunstancias y se les habría limitado el margen de maniobra para disfrazar su desinterés por negociar los pactos de reconstrucción que Pedro Sánchez les ha ofrecido.