La reunión de este jueves en Palau tiene su riesgo, especialmente para Pedro Sánchez y ERC que comparten la apuesta por una mesa de diálogo, sabiendo, aproximadamente, lo que puede dar de si una negociación en los límites de la realidad. Quim Torra no tiene nada que perder, porque su voluntad manifiesta no es la de empujar el diálogo, sino la de descubrir hasta dónde está dispuesto a llegar el presidente del gobierno para mantener vivo el horizonte de una solución pactada para el conflicto catalán y, de no coincidir con su desiderátum, denunciarlo a los cuatro vientos.

La respuesta del líder socialista variará más o menos en los términos utilizados pero no en el sentido ya conocido de la misma. La decepción de Torra puede darse pues por garantizada, a menos que en el último minuto vaya a modificar sus tradicionales expectativas. Lo que queda por descubrir, sobre todo a ERC, es el tono de su reacción pública.

Sánchez viene a Barcelona en un intento de cumplir con el trámite, para ver de no agudizar el acoso al que están sometidos sus aliados republicanos y salir con la mesa de negociación de una sola pieza. La agenda complementaria de la visita explica con claridad el propósito de no darle al encuentro con el presidente de la Generalitat más relevancia de la mínima exigible. No le debería sorprender que Torra haga lo contrario y pretenda convertir la cita en el juicio definitivo sobre las intenciones y la fiabilidad de su interlocutor. La reaparición del mediador-relator como requisito de negociación permite intuir la predisposición a reproducir el discurso de la ocasión perdida. 

ERC y los socialistas han arriesgado mucho en su entendimiento como para dejar en manos de Torra el futuro de sus planes. Pasar la prueba de un Torra enrabietado con sus socios de gobierno que se atribuye el papel de poder bendecir o condenar el diálogo acordado entre ellos (sin contar con él) es solo un primer paso; ni tan solo es lo peor que pueden esperar que les suceda en adelante. Se trata de tener capacidad para relativizar las amonestaciones que pueda formular el presidente saliente de la Generalitat. La experiencia nos permite sospechar que Sánchez no va a tener mayor dificultad en hacerlo; la resistencia de ERC a soportar una mayor grado de presión presidencial está por ver, aunque últimamente ha dado señales desconocidas de determinación.

A diferencia de ERC, la pista central del suplicio de Sánchez está instalada en Madrid. La derecha, al unísono, califica la reunión como una prueba irrefutable de la sumisión del PSOE al independentismo; tan apurado está el presidente del gobierno, argumentan, que incluso ha accedido a reunirse con un usurpador, como pretende demostrar el PP en los tribunales. Da lo mismo lo que vaya o no vaya a tratarse, lo trascendente es el gesto. Y en eso, en el valor del gesto, en realidad coinciden todos, salvo que para unos (la mayoría de la investidura) pasa por ser un factor de normalidad institucional y para los otros (la minoría apocalíptica) es una señal indiscutible de la descomposición del estado.

El peligro al que se expone Sánchez es alto y todo por una reunión que en el mejor de los casos no va a aportar ninguna novedad para un proceso de diálogo pensado para desarrollar con otro gobierno catalán que no es el de Torra. A menos que ambos estén dispuestos a contemporizar con la pésima circunstancia política que se vive en Cataluña por la crisis de su gobierno y sonrían a la desgracia dejando las cosas como están para otro día (actitud muy improbable para el caso de Torra), cualquiera otra sutileza que dé pie a interpretación en términos de avance o retroceso tendrá consecuencias para Sánchez.

La socorrida referencia a la habilidad de Tarradellas para vender panes de una cesta repleta de piedras después de una reunión decepcionante no tiene cabida aquí, porque el valor de los panes y las piedras se confunde e intercambia según la perspectiva desde la que se contemple la representación. Se entiende que el único que puede tener interés en emular al perspicaz presidente que recuperó la Generalitat en esta ocasión es Sánchez. Torra no ha demostrado, hasta ahora, ninguna predisposición a salvaguardar el futuro de la mesa de no incorporar ésta el guion de sus ítems improbables que la portavoz de su gobierno se ha encargado de recordar por si alguien pudiera haberlos olvidado.

¿Pero qué gana Sánchez en la pista central de Madrid haciendo un Tarradellas? La relativización que podría sostenerse en Cataluña no funcionará frente a la derecha exaltada. A partir de ahí, todas los opciones son malas. De anunciarse eventuales avances con Torra, la tormenta patriótica por el pacto del traidor con el usurpador sería monumental. De asumirse un retroceso en la agenda del diálogo por la resistencia del todavía presidente de la Generalitat a aceptar una hoja de ruta pragmática, la oposición se cebaría en el desdén independentista a los ímprobos esfuerzos disgregadores de Sánchez y al escaso porvenir de su legislatura. De salir ambos subrayando el carácter protocolario de la conversación para salvar simplemente los muebles, estará cantado el resurgir de la versión del pacto secreto que avanza implacablemente para destruir España.