Hace unos días un amigo me reprimió por estar llorando. “No llores, venga, que llorando no estás guapa”. “Me importa un rábano si no estoy guapa”, le respondí un poco enfadada. Lloraba porque estaba triste y tenía motivos para estarlo (una ruptura amorosa nunca es fácil) pero, aún así, mi amigo es de esos hombres que cree que hay que reprimirse siempre las ganas de llorar, como si fuera una señal de debilidad. “Yo no lloro casi nunca”, me aseguró orgulloso, como si fuera algo de lo que presumir.

Pues yo no soy así. Siempre he sido un poco llorona, y con el tiempo creo que la cosa va a peor. Si escucho una canción que me recuerda a un examante, lloro. Si me pongo a ver fotos antiguas de mi abuelo, lloro. Si miro una película con final triste, lloro. Recuerdo perfectamente haber llorado como una magdalena viendo Titanic en el cine Iluro de Mataró, la sala de cine más chula que ha tenido nunca el Maresme. También lloré mucho viendo Bailando con Lobos y Leyendas de Pasión, y desde entonces me pongo un poco melancólica cuando veo alguna imagen de las montañas de Montana y pienso si algún día podré ir. "Soy especialista en ponerme melancólico por situaciones que aún no han ocurrido", me dijo una vez un chico, intuyendo que esa noche nos íbamos a liar. La frase se me quedó grabada en la cabeza, me pareció genial.

Sin embargo, los melancólicos somos poco prácticos. ¿De qué sirve ponerse triste en esta vida donde todos aspiramos a una serie de cosas que la historia de la humanidad ha decidido por nosotros?

Según la escritora y conferenciante americana Susan Cain, considerada una de las diez personas más influyentes del mundo por Linkedin, sirve de mucho: es precisamente nuestra tendencia al anhelo, a la melancolía y a la tristeza --algo que ella denomina como “sentimiento agridulce”-- lo que nos hace personas más íntegras, porque nos hace ser muy conscientes del paso del tiempo y, curiosamente, disfrutar extraordinariamente de la belleza del mundo. Todo esto lo expone en su nuevo libro Agridulce (Bittersweet): La fuerza de la melancolía en un mundo que rehúye la tristeza, que acaba de publicar en español la editorial Urano y que yo todavía no he leído, pero que me gustaría hacerlo después de haber leído una entrevista con su autora The New York Times esta semana.

“El sentimiento agridulce es la fuente oculta de nuestros sueños, obras maestras e historias de amor", explica Cain, convencida de que vivimos en un mundo dominado por la “tiranía del optimismo”, donde no se da suficiente importancia a la tristeza, el anhelo o la melancolía.

Cain, autora del bestseller mundial Quiet: El poder de los introvertidos en un mundo que no puede dejar de hablar (otro genial título, especialmente en las sociedades latinas, tan propensas a hablar como cotorras sin escuchar), cree que experimentamos nuestros estados más profundos de amor, felicidad, asombro y creatividad precisamente porque la vida es imperfecta, no a pesar de ello. Es decir, que no hay amargo sin dulce. Y las personas agridulces “son aquellas capaces de reconocer que la luz y la oscuridad, el nacimiento y la muerte, lo amargo y lo dulce, van siempre de la mano”.

El libro, mezcla de memorias y en parte una mirada a la neurociencia, la psicología, la espiritualidad, la religión, la epigenética, la música, la poesía y el arte, pretende explicar “ese irreprimible nudo en la garganta que se nos produce al ver una imagen de nuestros hijos cuando aún eran bebés, despertándonos el sentimiento de compasión”.

El origen de este sentimiento se encontraría en el nervio vago --el nervio craneal más largo, que conecta al con la garganta y el abdomen y es responsable de la digestión, la respiración y el ritmo cardíaco-- que está asociado a sentir compasión ante la tristeza, a nuestro instinto de proteger a los recién nacidos y al deseo de experimentar placer.

“En nuestra cultura, cuando decimos la palabra nostalgia, solemos asociarlo a estar sumido en la nostalgia o revolcado en el anhelo, pero no es así como se ha entendido históricamente. En la Odisea, por ejemplo, la nostalgia se apoderó de Ulises y eso fue lo que le impulsó a hacer su viaje. Eso es lo que te lleva a lo divino, a la creatividad”, insiste Cain, concluyendo que ese “continuo tristeza-alegría-supervivencia” es los que nos hace humanos.